De la monja margarita al ciego veterano que mendigaba por amor

Interior de la capilla del convento de las Esclavas del Sagrado Corazón, Sevilla

Juan Pablo Timaná, del Círculo Tradicionalista Gaspar de Rodas de Medellín, comparte este relato escrito por Manuel Fal Conde, que fue publicado en EL PENSAMIENTO NAVARRO el día 15 de marzo de 1970

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Más de una vez me confesó con timidez de sublime candor una hermana de nuestro Lamamié de Clairac, esclava del Sagrado Corazón, que cuando se preparaba para salir a la iglesia a la hora de la oración ante el Santísimo, al ponerse el velo del ritual del Instituto, que asemeja ante los fieles la pareja de adoradoras a los puros ángeles que al mismo tiempo rinden su pleitesía ante el Rey de los Cielos, se introducía bajo el otro velo, el negro, el de hábito, una boinita roja, de aquellas preciosas emblemáticas boinas de un par de centímetros de diámetro que nuestras margaritas confeccionaban y nos repartían para las solapas.

Y que se presentaba así ante el Señor, como esclava adoradora, y tocada con la boina de margarita suplicante. Y se me quedó fija en la imaginación la bella presentación de la M. María Lamamié de Clairac de Salamanca, uniendo en mi hermanar carlistas de tan variadas y complejas diferenciaciones personales, pero unidos en los supremos y permanentes ideales sustentadores de la Causa. ¿Con quién hermanaba yo en mi admirativo pensar aquel gesto de la esclava fervorosa y humilde?

Ésta es la bella historia ―bella para mi emocionado mirar el fondo religioso profundo de nuestro ideal santo–, la historia de Miguel, el ciego de las esclavas de Sevilla.

Mendigando una limosna de luz espiritual a un mendigo ciego

Allá por los años veinte y en mi juventud –eso de florida no le va bien–, juventud trabajosa y dura, consultaba una vez y pedía sus oraciones para un problema a mi confesor, santo jesuita, hombre de inmensa caridad pero aficionado a meter a sus dirigidos por trotes espirituales de la alta escuela ascética. O sea, como para hombres.

Un día me dijo:

–¿No conoces a Miguel, el ciego de las Esclavas de la calle Cervantes?

–Sí, Padre, le contesté. Muy frecuentemente, a temporadas diariamente, hago en esa iglesia la visita al Santísimo, y suelo dar la usual limosna al humilde ciego del vestíbulo.

–Pues mira, ese cieguito es un alma santa. Consúltale tu caso y pídele sus oraciones.

Años y años llevaba yo viendo allí sentado, en una desvencijada silla de enea, al ancianito ciego, que no solía pedir la limosna, sino que la tomaba cuando se le daba y la agradecía con sencillas palabras de aquéllas que todavía tenían vigencia en la gratitud del mendigo. Pero jamás le había mirado con caridad de más quilates que la de la «perra gorda», medida de esa clase de caridades en uso por aquellas etapas del desarrollo.

Llegué en su busca como las balas. No tan bala que no pensara por el camino: «Señor: es hermoso esto de pedir limosna de luz espiritual a un mendigo ciego. Pero Tú eres la verdad y la luz».

–Hermano Miguel… porque me ha dicho el Padre que se llama Vd. Miguel. Yo sólo le conocía de vista… (Sentí turbación al haber nombrado el sentido de que él carecía). Pero ahora sé que se llama Miguel y que es dirigido del Padre. Yo también. Él me encarga que le consulte un asunto del espíritu y le pida sus oraciones.

De ahí salió una amistad. Repito, una amistad; y siguió creciendo en los años posteriores. Pero mi gratitud, mi amistad, no podía tener la modalidad personal de limosnas más cuantiosas, porque desde el principio me dijo que si quería que fuéramos amigos no le socorriera con cantidad alguna fuera de la despreciable moneda del acostumbrado socorro para el acostumbrado «Dios se lo pague».

Amistad, vuelvo a repetir, pero sin posible igualación; él, con su consejo de aquella vez, que luego quizás se repitiera en otras ocasiones, y yo, en defecto de virtudes, el desprendimiento de unas pesetas que dieran alguna comodidad en la vida y le librara, siquiera los días de frío, de pasar allí sentadito en su silla desvencijada el día entero.

Porque le llevaba su hija, a cuyo amparo estaba acogido, y le recogía a la tarde. De vez en cuando, tentando con las manos las paredes y la puerta, hacía visitas al Santísimo, todo el día Manifiesto, alimentándose con una pobre comida que solía tener en una lata, al lado, en el suelo.

La plenitud de la amistad abrió el secreto de la personalidad carlista

Un día me recibió gozoso:

–Me he enterado que en esta misma calle han abierto los carlistas un centro, y que Vd. es el presidente. No puede Vd. imaginar cuánta es mi alegría. Paso por delante, y por los pasos que mide su fachada, que mi hija me avisa cuál es, comprendo que es muy pequeño, pero ¡un centro carlista en Sevilla!

–Pero Miguel –le pregunté impresionadísimo–, ¿es Vd. carlista?

–Sí señor, a mucha honra. Carlista y veterano de Don Carlos. Yo hice la guerra en Cataluña a las órdenes del general Savalls, y como jefe supremo Don Alfonso Carlos. Pero me casé, enviudé, perdí la vista… mi hija me tiene atendido en todo. Yo no necesito pedir. Lo hago por amor a Ntro. Señor Sacramentado.

Me quedé estupefacto. Me asomé, más que antes ya lo hubiera intentado, a la santidad de aquella vida interior, y luchaba entre el respeto y la emoción que alternativamente me vedaban preguntar y me impulsaban a la indignación más extensa.

Él siguió:

–No necesito las limosnas para mí, porque mi hija, querido amigo, me tiene perfectamente atendido, pero las aplico a mis pobres.

(¡A mis pobres! A los pobres del pobre santo).

–Y comprenderá Vd. que hasta ahora no le haya descubierto que soy carlista, que fui voluntario de Don Carlos, para que no sufra menoscabo esa personalidad que tengo tan grabada en el alma. Quede la condición de mendigo –mendigo voluntario de Jesús Sacramentado– para Miguel Sancho, el ciego de las Esclavas.

* * *

¿Verdad que este voluntario de Don Carlos viene a ser como el vértice de convergencia del lado vertical del ángulo, la mística candorosa de la monja carlista, y el otro lado, el horizontal, a ras de tierra, pero de tierra áspera y dura, de la ascética carlista de aquel nuestro insigne General navarro, Lerga, liberal, que acabó su vida, ya setentón, de picapedrero?

Manuel Fal Conde.