Un relato para la era de la posverdad

Foto: Europa Press

El relato gnóstico del apocalipsis climático sigue su guión. Entretanto, la bestia China sigue batiendo registros de emisiones de dióxido de carbono; el furor de los vehículos eléctricos continúa poniendo en entredicho el futuro de las baterías inservibles; la crisis energética ha descatalogado la ideológicamente desahuciada nuclear, del elenco de las fuentes contaminantes; se considera que la industria digital puede generar, al fin de la década, tantas emisiones como las de un país como Rusia; la energía consumida por el minado de criptomonedas equivale a la consumida por un país como Canadá, y genera tanta basura electrónica como la que puedan producir los Países Bajos; y se sigue fomentando el modelo de usa-y-tira, porque si el consumo para, se detiene el mundo.

La gran suerte es que, como en toda historia de ciencia-ficción que se precie, tenemos al grupo de élite de los elegidos, que nos recuerdan a golpe de tuit, campaña publicitaria e impuestazo, cuán contaminantes e insolidarios somos con el planeta y el prójimo, y cuánto debemos enderezar nuestra conducta para homologarla a los estándares diseñados por quienes están en el lado correcto de la historia, a fin de expiar nuestras culpas y evitar, así, el castigo del karma, que puede presentarse en cualquier momento, en forma de virus, sequía, erupción volcánica masiva, tsunami o cualquier holocausto cósmico que se nos pueda ocurrir. Menos mal que alguien dijo que superar la religión alejaría a las sociedades de la superstición.

Todo relato tópico presenta también la figura del malo, en este caso, la ingente masa de los malos. Esos malos, los que tienen que cambiar la carne por los insectos, son las familias de a pie; quienes soportan la fiscalidad de los vehículos más contaminantes, son los que no se pueden permitir renovarlos;  a quien toca pasar frío en invierno y calor en verano, es a aquellos que no pueden pagar las facturas; quien paga por las bolsas de plástico que luego reutiliza como bolsas de basura, es quien va a hacer la compra con un dinero que vale –siendo generosos- un diez por ciento menos que el año pasado, y al que lo mejor que le puede pasar es que no encuentre hielo en las estanterías. No podrán negar que el relato destila un sugerente hedor soviético.

La cuestión es que resulta todo de una irónica coherencia que a muchos nos pasma; como se diría hoy: coherencia cero, al nivel de la degradación moral de la sociedad posmoderna, donde no importa decir algo hoy y su contrario mañana, porque las tragaderas de los hijos de la posmodernidad solamente están dispuestas a creer lo que se nos dice en función de quién lo diga y de qué medios lo difundan. La creciente tendencia monopolísitica de los fabricantes de dispositivos «ladrones» de datos privados es, sin duda, una ayuda para crear un inmenso rebaño monolítico a quien impartir, cada día, precisas instrucciones sobre lo que debe hacer y evitar cómo debe hacerlo y evitarlo. ¡Y que encima las cumplan! Ante un espíritu crítico comatoso, cada vez necesita menos disfraces el demonio, padre de la mentira. Y es que la llamada cultura de la posverdad no es sino la cultura de la mentira, grosera, descarada y obscena, es decir, la mentira elevada a su máxima expresión, con toda su crudeza y fealdad, para uso y disfrute jocoso del hombre hodierno deshumanizado.

Javier de MiguelCírculo Abanderado de la Tradición y Ntra. Sra. de los Desamparados de Valencia