Martínez Marina: Padre del revolucionarismo historicista (I)

Retrato de Francisco Martínez Marina, en la antigua Real Academia de Historia

El fundamento quinto «de la Legitimidad española», contenido en el Real Decreto de 23 de Enero de 1936 del Rey Alfonso Carlos, recuerda que todo legítimo reclamante del Trono español, para no caer en contradicción, debe ajustarse a «los principios y espíritu y, en cuanto sea prácticamente posible, al mismo estado de derecho y legislativo anterior al mal llamado derecho nuevo».

Lo que es simple «obligación de coherencia» para el Titular de la legitimidad político-monárquica española, lo es aún más para todo el que, no sin razón, se gloría del nombre de legitimista. En contraposición a éste se encuentra todo aquél que consagra la Voluntad o la Fuerza como la máxima instancia, superior a la Ley y el Derecho, los cuales, por tanto, pueden ser impunemente violados por aquéllas: a todos estos sujetos se los denomina revolucionarios. Del mismo modo que en el plano ético o individual el revolucionario «santifica» la «autonomía de la voluntad», así también lo hace en el plano político o social con su «voluntad nacional». Dicho así, a las claras –aunque sea cierto–, resulta un poco brusco; de ahí que los interesados necesitaran de «pensadores» que «vistieran el muñeco» con sofismas que apelaran a la «filosofía», la «razón» y la «naturaleza» como fuentes «demostrativas» de la maldad de la Ley y el Derecho de la Monarquía Católica y su «justificada» total sustitución por el «Derecho» nuevo «pleno de bondades y promotor de la felicidad»: a estas «ilustradas» personas se las conoce con el nombre de iusracionalistas, y recolectan toda su «sabiduría» bajo la nueva «ciencia» denominada «Derecho Político» o «Derecho Constitucional».

Es en este orden de lo jurídico donde principal y esencialmente podemos observar la substancial dicotomía entre el legitimista y el revolucionario. A la Ley y Derecho multiseculares se les sustituye, por la vía de la pura Voluntad (eso sí, una Voluntad «razonada», «racional» y «razonable»), un nuevo «Derecho» que cristaliza, como base, en una –así llamada– «Ley» Constitucional. Los contrarrevolucionarios, como católicos que son, niegan (por muchos «razonamientos» que hagan los racionalistas) que pueda aparecer un Usurpador de turno que, so capa de inaugurar la «felicidad» entre los españoles, viole la Legalidad española por la fuerza (aunque sea en nombre de esa fuerza colectiva ficticia llamada «voluntad nacional»), y la sustituya por una nueva «Ley» constituyente.

Un Usurpador no tiene capacidad para conculcar la Legalidad española, y por eso los católicos españoles coherentes son legitimistas o legales, es decir, defensores de una Ley y un Derecho (de la Monarquía y Reinos hispánicos) siempre jurídicamente vigentes (en tanto que nunca legalmente abrogados por los revolucionarios), y cuya restauración efectiva propugna el fundamento quinto del Real Decreto antes mencionado. Es lógico, por consiguiente, que los revolucionarios consideren a los legitimistas como inconstitucionales (¡y a mucha honra!). Pero no es menos lógico que los legitimistas (en cuanto tales) consideren a los revolucionarios y sus Constituciones como ilegales. Frente a toda Constitucionalidad, los legitimistas se limitan simplemente a defender… la Legalidad. Frente al Antiderecho nuevo, defienden el único Derecho en vigor hasta hoy. Ante este panorama, y a fin de hacer más «aceptables» las nuevas ideas, no era suficiente la labor del racionalista, que aparecía –abiertamente– como un flagrante rupturista. Era necesario un nuevo sofista que hiciera pasar dichas ideas, no como novedosas, sino como… «restauradoras» de una vieja «tradición» jurídica que supuestamente había sido desechada durante varios siglos y que los innovadores venían en teoría a «restablecer».

A esta pérfida función es a la que se iban a dedicar los historicistas o tradicionalistas (calificativo este último totalmente ajeno a los realistas-legitimistas de la primera generación). Constituyen la parte moderada o conservadora de la Revolución, y, para que no se nos arguya de exageración respecto a esa insidiosa finalidad indicada, vamos a reproducir un pasaje de F. Martínez Marina, el Padre de los revolucionarios historicistas o tradicionalistas, contenido en su pequeña (y relevadora) autobiografía escrita en el Prólogo a su obra Principios naturales de la moral, de la política y de la legislación (redactada, como mínimo, desde 1824, aunque no publicada hasta 1933): «Después de muchas y serias meditaciones, llegué a persuadirme que el remedio más pronto y la medicina más eficaz para curar las enfermedades envejecidas del pueblo, y disponerlo a recibir con agrado las verdades que sirven de base al nuevo sistema de Gobierno y a tomar interés en la Revolución, era instruirlo en la Historia de las precedentes generaciones, proponerle los ejemplos de los antepasados, mostrarle lo que fue la nación en otros tiempos, sus primitivas instituciones, los preciosos elementos del poder supremo de nuestros padres, la energía con que lucharon contra el despotismo por sostener sus derechos, y los medios de que se valieron para conservar su libertad, la independencia y gloria nacional».

Félix M.ª Martín Antoniano