Martínez Marina: Padre del revolucionarismo historicista (y II)

Real Academia de la Historia. Tourhistoria

Martínez Marina se decidió a hacer todo eso, «no porque yo haya pensado jamás –continúa diciendo– que la nación no tiene otros derechos que los que gozaron nuestros mayores, o que no existen más títulos para asegurar la independencia y libertad nacional que los que se hallan consignados en los viejos y carcomidos pergaminos sepultados en el polvo de los archivos, y mucho menos que la antigua constitución de Castilla fuese perfecta y adaptada en todas sus partes a la presente situación política, sino por lo mucho que la conducta y gloriosas acciones de nuestros antepasados pueden contribuir a extender y fijar la opinión general, a formar el espíritu público, a excitar los deseos de la nación, y a encaminarla por las sendas de la felicidad. Los ejemplos de los antiguos, que la generación presente mira con religioso acatamiento, obran en nosotros con más suavidad y eficacia que todas las lecciones de la sabiduría, y, reprendiendo severamente nuestra estupidez y torpe desidia, nos provocan a deponer las desvariadas opiniones de nuestra educación corrompida, a pensar como ellos han pensado, y a tomarlos por modelo de nuestra conducta. El pueblo, incapaz hoy de recibir todas las impresiones de la luz, y de comprender los altos pensamientos y delicadas discusiones de la parte más sublime de la Filosofía, y de adoptar ciertas máximas que, por principios de educación, miraba como antirreligiosas y reprobadas, no podrá resistir a la fuerza y muda elocuencia de los ejemplos que le dejaron sus mayores». A confesión de parte, relevo de pruebas. La estratagema es clara: primero aparecen los revolucionarios que quieren imponer su pura y nuda «Voluntad de Poder»; en segundo lugar, vienen los sofistas iusracionalistas a pregonar las «razones» que «argumentan» y «explican» «racionalmente» la «necesidad» y «justificación» de los actos de los revolucionarios, que violan y arrumban toda Ley y Derecho (tanto Civil como Canónico) en base a una «justicia» de orden superior; por último, puesto que esta innovación o ruptura «racional» sólo seduce a algunos pocos miembros de la altas clases (secular y eclesiástica), mientras que los pueblos y sociedades permanecen en la «superstición» y la «inopia», hay que recurrir a los sofistas iushistoricistas, cuya deliberada tergiversación de la Ley y el Derecho prerrevolucionarios servirá para mostrarlos torticeramente como «genuinos» precedentes de las nuevas ideas, las cuales aparecerán ya así, no como rupturistas, sino como restablecedoras de una legalidad «tradicional» que había estado «olvidada» por culpa del «absolutismo» de tres siglos hasta la llegada de los liberales. Así se consigue que el veneno revolucionario se difunda más eficazmente entre las poblaciones, y se acepte el nuevo «Derecho» («autolegitimadora» cobertura del nuevo poder voluntarista ilegítimo, i. e. antijurídico e ilegal).

Todo esto es lo que también ha convertido a Marina en Padre de la nueva especialidad denominada «Historia del Derecho», impartida en las nuevas «Universidades» convertidas en estatales. Lo que para un revolucionario es simple Historia del Derecho (o Historia del Derecho preconstitucional o pregaditano), para un legitimista es plena Vigencia del Derecho (ante la incapacidad jurídica de las nuevas «autoridades» revolucionarias de poder cambiarlo, eliminarlo o abrogarlo).

Aunque la mayoría de los Historiadores del Derecho han seguido, como es normal, la senda de su Padre fundador, distorsionando y desvirtuando aquel verdadero sentido de las instituciones jurídico-públicas que se puede inferir a partir de las leyes de los Cuadernos, Recopilaciones y Ordenamientos jurídico-civiles (aprobadas, modificadas o derogadas por los sucesivos Reyes legítimos), y siempre con la finalidad de poner su disciplina histórica al servicio o auxilio del «Derecho político» o «constitucional» (base «racional» del nuevo «Derecho»); sin embargo, ha habido también algunos Historiadores (no necesariamente legitimistas) que simplemente han querido estudiar honradamente nuestras Colecciones o Códigos legales, arrojando alguna luz en sus exégesis sobre las verdaderas naturaleza y principios del régimen de Cristiandad hispánica que se pueden inducir o inteligir a partir de su detenido examen: lo que Fray Magín Ferrer denominaba «constitución social» de la Monarquía de las Españas en su obra Las Leyes Fundamentales. En realidad, estos últimos vienen a seguir, en cierta forma, la estela de aquella pléyade de comentadores (no inmunes, por cierto, en cada caso, a una crítica perfectiva) del Derecho Real español que encarnaban nuestros teólogos y juristas escolásticos de antaño, y cuya labor pone de ejemplo el Auto Primero, Tít. 1, Lib. 2, del Tomo de Autos Acordados de la Nueva Recopilación (ed. 1775), que encomia, frente a la doctrina de libros y autores extranjeros, «la doctrina de nuestros propios autores, que, con larga experiencia, explicaron, interpretaron y glosaron las referidas Leyes, Ordenanzas, Fueros, usos y costumbres de estos Reinos».

Félix M.ª Martín Antoniano