La serie Frasier, que ya tiene sus años pero aún es graciosa, narra las peripecias del snob, burgués y algo insufrible psiquiatra Frasier Crane, quien trabaja como «psiquiatra de la radio» en la snob, burguesa y bastante insufrible ciudad de Seattle. Frasier ha regresado a la ciudad que le vio nacer tras un difícil divorcio de una esposa también psiquiatra y bastante más insufrible que él, para retomar la relación con su hermano Niles, psiquiatra, snob, etc. y casado con una rica heredera que le maneja como a un títere; y con su padre, Martin, un policía retirado que no se parece absolutamente en nada a ninguno de sus vástagos.
Un día, llega a la emisora donde trabaja Frasier un nuevo director, Tom: joven, atractivo, culto, inteligente e inglés. Frasier, para intentar caerle en gracia, le invita a cenar en su casa, sabiéndole tan amante de la ópera y de la buena mesa como él mismo. Lo que no sabe es que Tom es homosexual perdido y que ha interpretado su invitación amistoso-profesional, por algo completamente distinto… Así, Tom se lo hace saber a Roz, la productora de Frasier quien, enfadada con éste por alguna de sus frecuentes estupideces, decide no contarle nada, iniciándose un enredo mayúsculo en el que todos los personajes conocen la identidad de Tom, pero deciden dejar a Frasier en la inopia, en una trama muy típica y muy predecible (no por ello menos graciosa), de serie de comedia americana.
Cuando, finalmente, Niles, con una mezcla de piedad filial y de mala leche decide contarle la verdad a su hermano, éste reacciona bruscamente:
«— ¡Qué dices! ¡Tom no es gay!
— ¡Pues él debe de creer que sí!», responde Niles.
A menudo nos generamos falsas impresiones sobre personas y cosas que sólo convienen a nuestros intereses; pero que quizá también convengan a sus propios intereses. No parece ser el caso de Tom, quien parecía genuinamente interesado en Frasier, más allá de cenas y ópera, pero hay mucha gente a nuestro alrededor que se siente muy a gusto haciéndonos pensar que son una cosa, cuando en realidad son otra. Se llaman «políticos» y la especialidad de los de este país es hacerse pasar por cristianos, porque, aunque quedamos muy pocos que lo intentemos ser de verdad (que lo sean de verdad nunca ha habido más que un puñado), aún somos lo bastante relevantes como para decidir el tenor de unas elecciones, especialmente en regiones como Madrid y las dos Castillas.
Recientemente hemos sabido que doña Isabel Díaz Ayuso, la Madonna Matritense, «apoya el aborto». No sólo: lo que Díaz Ayuso apoya es la reforma que PSOE y Unidas Podemos acaban de aprobar, volviendo a reconocer el derecho, a las crías de 16 y 17 años de abortar sin consentimiento paterno. O sea, el status quo legislativo hasta que llegó Rajoy, dispuesto a devolver el derecho al aborto a la caverna de la legislación genocida (junto con los reglamentos del Gulag y de los campos de exterminio) de la que nunca debió salir y que se saldó, oportunismo electoral mediante, con esa tontería de exigir consentimiento escrito a los padres de las menores para que éstas puedan abortar.
Yo no puedo no estar de acuerdo con Isabel Díaz Ayuso y no lo digo porque su estilo de kamikaze ideológico me resulte bastante simpático (dentro del horror que me inspira). Es una total incoherencia jurídica que el ordenamiento permita e incluso exhorte a las adolescentes de 16 y 17 años (y antes, ¡mucho antes!) al fornicio desenfrenado, considerándolas, a los solos efectos de la alcoba, como adultas –aunque no lo se les permita ni votar, ni beber, ni trabajar–… y que, al mismo tiempo, las devuelva a la categoría de infantes cuando llega el momento de hacerse cargo de las consecuencias de sus escarceos. Máxime cuando el ordenamiento considera que el aborto es un cuasi derecho y que sus consecuencias psicológicas son nulas o despreciables. Que las tiene y gravísimas, bien lo sabemos los católicos; tantas y tan graves como el fornicio desenfrenado: no estoy haciendo una apología de nada, sólo estoy diciendo que es lógico que los malos sean lógicos en su mal.
Además, cualquiera que haya seguido la carrera personal de Díaz Ayuso sabrá que es una psicópata de manual y que necesita tener siempre un enemigo: seguro que, si Feijóo no estuviese, en este momento, intentando convencer a las señoras bien del Barrio de Salamanca de que dejen de votar a VOX, tampoco habría dicho ni media palabra contra el aborto; ni sobre el aborto, ya puestos. Y, entonces, muy probablemente, doña Isabel habría tomado el estandarte de la Familia y de la Vida. Por fastidiar, básicamente.
Es sorprendente, pero todavía una enorme cantidad de gente en este país sigue creyendo que el PP es un partido «democristiano» y eso es porque, a pesar de haber dejado que Iván Redondo se fuera al PSOE, en el PP no son completamente imbéciles y han jugado bien sus cartas. Los muy católicos (pero muy liberales, como si fuesen cosas compatibles…) del PP a nivel nacional, podrán votar con total tranquilidad de conciencia a Feijóo, porque «está en contra del aborto, no como la roja de Díaz Ayuso». Los votantes del PP de Madrid, como les da todo igual y sólo votan al PP porque les va el rollo en plan Mata Hari de Carabanchel que se han traído las féminas locales (Aguirre y sus nunca lo bastante bien calculadas meteduras de pata; Cifuentes queriendo meter los tanques en la Ciudad Universitaria; Díaz Ayuso, que no necesita presentación…), seguirán votándoles, quizá con más entusiasmo aún, porque «Madrid es el último bastión que resiste a Perro Sánchez». Y así viven felices, el cura de Alcañiz y el de Alcañices.
De nada sirve acumular folios y folios de datos, estadísticas, vídeos, propuestas electorales y legislativas… Por cada vídeo de Díaz Ayuso defendiendo el aborto, hay otro de la misma Díaz Ayuso defendiendo que «Madrid es cristiano» y que su personaje histórico favorito es su tocaya la Católica. Por cada memez covidiana, mundialista y masónica de Feijóo, hay cien fotos dándole la mano a Felipe VI en la Misa del Apóstol en Santiago. Sólo nos queda tomárnoslo con humor, cuando nuestros parientes, amigos y conocidos de la parroquia vuelvan a decirnos que, como católicos responsables, ellos van a votar al PP. Protestaremos, como siempre y ellos nos responderán:
«— ¡Pero qué dices! ¡El PP no es de izquierdas!
— ¡Pues ellos deben de creer que sí!».
G. García-Vao