Marianne

Pila de agua bendita de Boada de Villadiego. Commons

En una interesantísima conversación con amigos se planteó la cuestión del sentido del humor de Nuestro Señor. Porque es evidente que lo tenía: fino y delicado a veces y casi sarcástico en otras. El primer ejemplo que surgió fue su encuentro con la cananea, cuando el Señor se retira a la región de Tiro y Sidón y una pobre mujer viene a rogarle por su hija. Les recuerdo que, para intentar quitársela de encima (y, en realidad, para aquilatar su fe hasta la heroicidad, que Dios no da puntadas sin hilo), el Señor le dice que no se ha de echar a los perros el pan de los hijos. La cananea no se arredra y, lejos de airarse, como habríamos hecho cualquiera de nosotros, contra aquel judío que la trata de can, responde, en el colmo de la humildad, que también los perros comen las migajas que caen de la mesa. Si el Señor pudiera impresionarse, ésta habría sido una muy buena ocasión. Conocen el final de la historia. Lo que quizá no conozcan, porque no hayan tenido la gracia de encontrarse con una situación similar, es que sigue habiendo, en nuestros días, mujeres cananeas: tanto en su tortuoso pasado de paganismo, como en su sencillez, humildad y sed divinamente asistida de la gracia de Nuestro Señor.

Hace algunas semanas reparé en una nueva feligresa de mi parroquia: sus pantalones vaqueros, su pelo suelto, cano y más bien descuidado y, sobre todo, su expresión de permanente perplejidad me condujeron a un juicio, no por temerario menos cierto: una nueva. Las parroquias tradicionales (o sea, las parroquias católicas), reciben con un ritmo constante, aunque no tan vertiginoso como cabría esperar, nuevos fieles huidos de las parroquias más modernistas (o sea, fieles católicos que no quieren dejar de serlo). Pero ése no era, manifiestamente, el caso de aquella mujer. Una tarde, me la encontré en Vísperas; y como asistir a Vísperas un Domingo resulta bastante extraordinario, incluso entre los tradicionalistas más recalcitrantes, me decidí a entablar conversación. Encontré un buen tema cuando vi que estaba a punto de entrar a la iglesia con un ejemplar del Magnificat, el libro para seguir los oficios de que disponen la mayoría de parroquias y capillas donde se celebran y que no brilla, precisamente, por su claridad:

«― Buenas tardes; permítame que le haga una pregunta: ¿logra Vd. ubicarse con el Magnificat? Yo he intentado seguir las Vísperas con él alguna vez que se me ha olvidado el Liber Usualis [comúnmente conocido como «el 800»] y, francamente, me resulta bastante complicado.

»― Pues la verdad es que sí, es bastante complicado… ¿No le importaría a Vd. comprobar si he puesto bien los marcapáginas?»

Por ir de listo, recibí la primera en la frente, porque los había puesto todos bien: incluso había localizado correctamente el tono en que debía cantarse aquel Domingo el Magnificat. Pero aún iba a ver cosas mayores.

Acabado el oficio, volví a encontrármela a la salida:

«― Muchas gracias de nuevo, caballero.

»― No hay de qué. Y… Si me permite una pregunta un poco impertinente… Me parece que no viene Vd. a menudo aquí a Misa, ¿verdad? No es una parroquia grande y nos conocemos más o menos todos de vista…».

No pareció en absoluto turbada por la pregunta. Me dijo simplemente que había empezado a venir hacía sólo algunas semanas.

«― Pues no dude en preguntar lo que quiera. Al principio la «Misa de siempre» y todo lo que la rodea pueden resultar un poco imponentes.

»― Pues, mire… Sí que tengo una pregunta.

»― Intentaré responderla –dije yo sabiendo que iba a responder en cualquier caso, porque el combate entre mi supina ignorancia y mi orgullo intelectual suele ganarlo el segundo…

»― No sé si, los que no estamos bautizados, podemos hacer la señal de la Cruz al entrar en la iglesia…».

«Se me cayeron los palos del sombrajo» no describe, ni remotamente, el sobresalto espiritual que me produjo semejante declaración. Treinta años de católico, treinta años de señales de la Cruz perfectamente inconscientes y hete aquí que una especie de catecúmena de cincuenta años largos te da, Justo, una lección magistral de fe y de humildad. Porque, lo que para nosotros, los católicos bien templados por largos años de Misas oídas con más o menos devoción, rosarios atropellados y confesiones sin preparar, es el gesto básico, la incómoda «contraseña» que nos da paso a los auténticos manantiales de la gracia, eso que hacemos muy a menudo con negligencia y displicencia (y, a veces, casi hasta con superstición), aquella cananea del siglo XXI lo consideraba como un verdadero privilegio, una gracia probablemente reservada a aquellos cuyas almas han sido ya lavadas por el agua del Bautismo.

No era un «¿puedo comulgar aunque haga siete meses que no voy a Misa y siete años que no me confieso y otros siete que vivo con Juanito tras divorciarme de Romualdo?»; no era un «¿nos podemos casar por la Iglesia aunque tengamos tres hijos en común, quince años de convivencia a nuestras espaldas y ninguna intención de bautizarlos ni de educarlos cristianamente?»; no era, ni siquiera, un «¿puede mi amiga Paqui, que es atea y lesbiana, pero muy creyente, leer una petición en nuestra boda?». Era, lisa y llanamente: «¿puedo empezar a rezar como lo hacéis vosotros, aunque aún no haya recibido el bautismo, para el que me estoy preparando?». Porque después supe que Marianne, que así se llama mi hoy amiga, asiste al catecismo para adultos de la parroquia; que se interesó por la Tradición gracias al canto gregoriano, que conoció en la universidad. Y que tardó muchos años en comenzar a ir a la iglesia, porque la Iglesia «conciliar», como les gusta llamarse, ha abandonado el canto gregoriano, que fue el «anzuelo» con el que el Señor la atrajo a Sí. Si de nada le sirve a un hombre perder su alma, aunque gane el mundo, nada, ¡nada!, vale el mundo en comparación con un alma que se salva. Lo digo porque, si el gregoriano ha sido la puerta para la salvación de Marianne, a lo mejor ha llegado la hora de tirar las guitarras litúrgicas por las ventanas, como cuando Nuestro Señor (también con cierto sentido del humor, yo creo), expulsó a los mercaderes del Templo.

«― Sí, claro que puede Vd. santiguarse. Cuando entre, tome un poco de agua bendita, haga una genuflexión y santígüese. Es lo que voy a hacer yo ahora mismo. Pero me va a permitir que, por hoy, no sigamos hablando: tengo que pedirle perdón al Señor por haber comido inconscientemente de Su pan hasta la saciedad durante años, sin pensar que al pie de la mesa, había quien se tenía por divinamente afortunado de poder alcanzar una miguita».

Justo Herrera de Novella