Pardirrojos y ultracosas

Ana Iris Simón en el campus de la Universidad de Navarra. Commons

Ya hace meses que no está de moda. Quizá, sólo quizá, por eso quiero hablar de ella precisamente ahora. También porque se oyen rumores internáuticos (es decir, se leen rumores internáuticos), de acuerdo con los cuales estaría a punto de recibir la Confirmación. Nada me alegraría ni me sorprendería más.

Su opera prima, «Feria» mereció el raro honor (para autores no exquisitamente ortodoxos) de no ser denunciada con el acostumbrado rigor de mis colegas de este periódico y si La Esperanza ha decidido ser más indulgente con una atea de izquierdas de La Mancha que, por ejemplo, con una monarca cristiana recientemente fallecida, por algo será.

No pretendo re-recensionar el libro, aunque sí les diré que yo no creo que nadie pueda llevarse a engaño: por supuesto que no es un libro tradicionalista y no sé cuántos libros tradicionalistas han superado las fronteras ideológicas de nuestra parva comunidad (aparte de La sociedad tradicional del Profesor Gambra, que ya sabemos que picó mucho a ciertas izquierdas). Por supuesto que no es el libro de una católica: es algo muchísimo más importante.

La mayoría de los libros escritos por católicos del oficialismo eclesial son de una ñoñería y de una cursilería que acaban provocando, cuando no arcadas, el alejamiento de la Iglesia de los lectores. Es un fenómeno tristemente común a la mayoría de las actuaciones de la Iglesia 2.0: apelan al sentimiento, a la emoción y parecen afirmar que toda la teología puede resumirse en aquel credo quia absurdum de Tertuliano. Ana Iris Simón es una millennial como la copa de un pino que creo que escribe, fundamentalmente, para millennials. Al menos, a mí el tono, las anécdotas, el vocabulario y los recuerdos de infancia me resultaron tremendamente familiares. Su ateísmo, también: no es furibundo, no es militante y tiene un puntito (quizá inconsciente) de tristeza y de resignación: el no creyente de nuestra generación, no es ateo por un exceso de racionalidad. Ése es el subterfugio psicológico que se busca ex post, pero lo que espanta hoy a los jóvenes de la Iglesia es esa pretensión de procurar la felicidad terrena, por el simple hecho de profesar una serie de creencias prima facie incoherentes y de llevar a cabo una serie de ritos que nadie se molesta en explicarles.

Ana Iris Simón es un proyecto frustrado de católica que, al menos, se hace preguntas y, además, se hace las preguntas correctas. La gran diferencia entre el común de los mortales de 20 y 30 años y Simón, es que a la segunda la pregunta por la fe y por el «problema de Dios» sí que le parece relevante. Que haya llegado a plantearse tales cuestiones a partir de una legítima, aunque secundaria, reflexión de corte sociológico y antropológico sobre «qué ocurre en la sociedad católica cuando deja de ser católica», sólo resulta doblemente interesante. Porque la constatación preocupada de los profundos y probablemente irreversibles cambios que la «muerte civil de Dios» está provocando en Occidente también se la han hecho otros, sin tan prometedoras consecuencias.

Pero como ahora lo que más nos gusta del mundo es ponerle etiquetas a la gente (tal vez como un recurso desesperado de ralentizar el curso vertiginoso de nuestra realidad líquida), Simón es una rojiparda, lo que parece querer decir que, so capa de comunista y podemita, intenta colar postulados y principios fachas, poco más o menos. Dejando a un lado el hecho de que, probablemente, entonces José Antonio fue un auténtico pardirrojo, todo este divertimento sociológico de compartimentar a la sociedad en función de sus ideas, sus aspiraciones de alcoba y sus ideas personales y, por tanto, perfectamente carentes de interés en una sociedad normal (la verdad no está a merced de las mayorías), me resulta bastante estremecedor. De los atuendos de las «tribus urbanas» (la designación es brillante, no sé a quién se le ocurrió) a las estrellas amarillas cosidas en la solapa no hay tanta distancia…

Judi Dench y Maggi Smith en «La última primavera»

Las etiquetas tienen su utilidad, qué duda cabe: Judi Dench las utilizaba para enseñarle inglés a Daniel Brühl, que interpretaba a un violinista polaco que naufragaba frente a la casa que Dench compartía con su hermana, Maggie Smith, en la costa de Cornualles en la simpática La última primavera. Resulta útil y no falta a la realidad de las cosas colgarle una etiqueta que pone «perchero» al perchero; y también poner una en la ventana que ponga «ventana». El problema llega cuando uno intenta ser preciso (algo que no todas las lenguas consiguen): por ejemplo, si uno quiere marcar la diferencia entre «ventana» y «alféizar», porque a lo mejor tiene uno que poner «alféizar» en el alféizar, «ventana» colgando de la manija y se las va a ver y desear para ubicar, después, el cartelito de «manija». Las etiquetas no agotan la realidad de las cosas y es muy fácil que acaben agotando a las personas que las ponen y, sobre todo, a las que las llevan.

Yo, por ejemplo, he sido mucho años ultracatólico y ahora, también soy tradiloco. Desde siempre, facha. Quizás haya una correlación: haber sido, ante el ojo público, mucho más católico de lo que convenía a los cánones sociales (aunque lo fuese bastante poco), acabó persuadiéndome de que debería serlo mucho más. Aquí las etiquetas tuvieron un efecto positivo, pero es accidental y excepcional.

Por ejemplo, conozco personas que, sin estar aquejadas de ninguna condición fisiológica ni psicológica no se acomodan con la exactitud que ciertas personas desearían a los cacareados «estándares de género». No me cabe duda de que, modas, intentos de llamar la atención y actuación de los malos espíritus aparte, muchos «maricones» y «bolleras» han acabado cruzando al lado incorrecto de la calle después de muchos años de sufrir un etiquetado erróneo para el que sólo han encontrado una (perversa) explicación en la interesada comprensión de quienes ya se encontraban en la acera de enfrente.

Así que me parece muy poco caritativo que le colguemos ningún cartel a Ana Iris Simón, salvo que ella misma quiera ponérselo. Que no es carlista está claro; pero que no pueda llegar a ser católica, no, porque el final de su libro no lo ha escrito para complacer a los izquierdistas ni a los ateos, es un guiño como la catedral de Burgos a los lectores católicos que sabía que iba a tener. Ese delicioso probable «catolicismo clandestino» de su difunta abuela no lo insinúa por casualidad, ni para contentar al ateo que lea su libro; ni siquiera parece un dato que pueda resultar particularmente feliz para su familia, tan roja y tan anticlerical como parece ser.

Sugiero, si nos apetece poner cartelitos, que nos los pongamos nosotros mismos en primer lugar: yo, Gildo García-Vao, me pondré los de «carlista» y «católico» (¡y «católico» sin más etiquetas, por el amor de Dios! Que no sé qué me pone más enfermo: si «opusino», «kiko» o «lefebvrista»). Y que recemos para que, algún día, la nieta de Mari Cruz y de María Solo quiera ponérselos también.

G. García-Vao