Descalzos por el nártex

Iglesia en Aragón

Este artículo también podría haberse titulado «¿Para qué sirve un cura?», pero como he dejado pasar un tiempo prudencial desde el día de autos, he logrado contener (un poco) la furia anticlerical que se apoderó de mí.

Los hechos: me hallaba yo, por motivos que ahora no vienen al caso, en una Misa nueva [«luego te extrañarás de lo que te pase, Gildo», me dirán, con más razón que un santo], concelebrada por cuatro señores que, a todas luces, parecían sacerdotes católicos, aunque, de acuerdo con nuestra teoría taxonómico-entomológica ya presentada en un artículo anterior, como su conducta no acabó pareciéndose en nada a la esperable en un sacerdote católico, creo que la duda es legítima. Recién comenzado el sermón (que se inició con una cita de Heidegger, ese ínclito teólogo católico del Partido Nacional Socialista de Alemania), un señor muy mayor que acababa de entrar, trastabilla (o, al menos, eso parece) y se precipita al suelo aunque, antes de alcanzarlo, un par de personas se apresuraron a impedir el fatal desenlace. Pero el caballero estaba manifiestamente inconsciente.

Feligreses aguardando en el templo

Como estábamos en fiestas, los agentes de Protección Civil no andaban lejos; las autoridades políticas, militares y, como ya he señalado, religiosas, del pueblo se hallaban presentes. Enseguida, una agente de la Policía Local y su superior, junto con un par de agentes de Protección Civil se apresuraron a socorrer al buen hombre: «¡Por favor, un médico!», gritó alguien. No era un golpe de calor, ni un mareo: un rápido examen confirmó que el caballero estaba en parada. El médico, la médico, en este caso, nuestra querida doctora local, no debía de hacer tanta falta, después de todo, porque las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad la despacharon con prisas y malos modos no mucho después. Protección Civil trajo un desfibrilador, dos jóvenes –presumiblemente dos voluntariosos estudiantes de Medicina o de Enfermería– atendían al caballero, junto a los policías. La operación la supervisaba el comandante de la Guardia Civil. El sacerdote que predicaba, había tenido el detalle de interrumpir su sermón. Quizá (y esto es mala idea pura y dura, lo reconozco), porque cuando uno empieza citando a nazis, acaba haciéndose preguntas tontas sobre eutanasia y reanimar a nonagenarios en parada cardíaca.

Yo me hallaba bastante impresionado, pensando que lo mismo veía morir ante mis propios ojos a un señor, en una iglesia y que, lo mismo, yo era la única persona que estaba pensando en esas tonterías de extremaunciones y buenas muertes. Que, lo mismo, ni siquiera morirse en una iglesia le preserva a uno de morir como un perro, sin confesión ni absolución. Pero, de repente, la Benemérita bienmeritó y vi cómo el comandante le hacía señas al cura párroco para que se acercase. Éste se apresuró, pero, para mi desilusión, el comandante le dijo algo sobre desalojar la iglesia, mientras los servicios «sanitarios» (la doctora local ya había vuelto, visiblemente contrariada, a su sitio) hacían su trabajo. No sé cuál es el protocolo litúrgico en estos casos, pero cualquier cosa, incluso una Misa interrumpida, me parecía más correcto y más decoroso que doscientas cincuenta personas contemplando cómo le practicaban la RCP a un anciano.

La iglesia no la desalojaron, pero el párroco, recordando quizá, repentinamente que era, después de todo, un cura, propuso rezarle a la Santísima Virgen por nuestro venerable hermano infartado. Soy el mayor partidario de invocar a la Santísima Virgen y no creo que nadie pueda acusarme de lo contrario, pero encadenar una cincuentena (ojalá estuviese exagerando) de avemarías, uno tras otro, sin respiración entre medias, con el hilo musical de una reanimación, los cuchicheos de las cotillas del pueblo y treinta grados a la sombra, no me parece la mejor de las ideas. A partir del décimo avemaría, ya sólo contestábamos diez o quince de los asistentes. A partir del vigésimo, empecé a preguntarme, con creciente consternación, por qué a Nuestro Señor, en Su infinita sabiduría, no se le habría ocurrido instituir, entre los Sacramentos de Su Iglesia, alguno que, además de servir para fortalecer el alma ante el temor de la muerte, sirviese al mismo tiempo para fortalecer el cuerpo enfermo al que aún la muerte no se ha de llevar. Que la oración está muy bien, pero los Sacramentos poseen eficacia ex opere operato, que está todavía mejor. Al cabo, me dije: «¡Qué tonto, Gildo! ¿No servía para eso la unción de los enfermos?». Miré a los sacerdotes, a los cuatro: por ahí andaba el párroco, como un zarandillo, intentando mantener el control de la situación, encargándose de supervisar a las cinco o seis personas (de nuevo, ojalá estuviese exagerando) que estaban llamando a la ambulancia y procurando que el alcalde y sus dos cachorros (no sólo tengo un alcalde socialista, es que además tiene dos concejales que son aún más millennials que yo) dejasen de hacer el socialista por unos instantes; el vicario seguía encadenando, con un soniquete que cada vez se parecía más a un sortilegio del chamán de alguna tribu polinesia, avemaría tras avemaría; los otros dos, seguían cómodamente sentados en sus puestos junto al altar. «¿Para qué sirve un cura? ¿Para qué sirven cuatro?».

En la simpática Descalzos por el parque, Mildred Natwick, que interpreta a la madre de una Jane Fonda más insoportable que de costumbre y que se dedica a torturar a su pobre esposo Robert Redford, sufre una caída, cuando un apuesto pero bastante tarado Charles Boyer la acompaña a su casa. Se descubre el desenlace de su complicada velada a la mañana siguiente, cuando Ethel (Natwick), aparece en casa de la joven pareja vestida sólo con el kimono del Sr. Velasco (Boyer). Éste acaba apareciendo para dar las oportunas y muy caballerescas explicaciones: habiéndose caído en la nieve, consideró su deber mandar a la tintorería la ropa de Ethel, a quien subió hasta su apartamento con la ayuda de algunos vecinos, uno de los cuales, fue el que la desvistió:

«– Fue González quien le quitó la ropa, dice Velasco.

– ¡¿El señor González…?!

– ¡El doctor González!

– Doctor… Ah, el doctor González… Bueno, supongo que todo está en orden, entonces. Resulta muy conveniente tener un médico en el edificio.

– ¡Oh, pero él no es médico! Es doctor en Filosofía».

Les contaré que, gracias a Dios, el caballero no falleció. Lo reanimaron, lo mandaron al hospital, los chismosos locales ya tienen cuerda para lo que queda de las fiestas, el señor alcalde y su camarilla ya pueden presumir de la heroicidad de sus funcionarios y el cura que predicaba pudo seguir con su sermón, que no consideró necesario ni alterar, a pesar de las circunstancias, ni acortar, a pesar de la media hora tan simpática que nos habían tenido allí, viendo el espectáculo. La Misa continuó… Sin mí, que me marché, jurando no volver a poner un pie allí en lo que me quede de vida (y con lo que me quede de fe).

Quizá, camino del hospital, el caballero recuperó la suficiente consciencia como para tratar de poner en orden los recuerdos de su agitada matinée:

«– Y, estando en la iglesia y en riesgo inminente de muerte… ¿Quién andaba por ahí, aparte de los sanitarios?

– Pues estaban Gon y Pablo y otros dos…

– ¿Gon y Pablo?

– Los padres Gon y Pablo.

– Ah… Los padres… Menos mal. Es bueno saber que, al margen de que Vds. hayan conseguido salvarme la vida, había allí cuatro sacerdotes que me administrasen los últimos sacramentos…

–¡Oh, pero ellos no le administraron los últimos sacramentos! ¡Son curas modernistas!».

G. García-Vao