En las economías de los Estados occidentales en nuestra época contemporánea se produce una paradoja: «la pobreza en medio de la abundancia». La descripción de este fenómeno recurrente es clara: por un lado, multitud de negocios, tiendas o empresas que están deseando vender sus respectivos bienes y servicios, no ya sólo para obtener su legítimo beneficio o ganancia, sino para poder hacer frente a sus descubiertos (es decir, deudas) con el sistema bancario y así no caer en bancarrota y perder su negocio; por otro lado, el groso de la población que desea comprar esos bienes y servicios por necesidad física y real. ¿Cuál es el elemento que se interpone entre estos dos deseos, cuya satisfacción no es caprichosa, sino de verdadera exigencia perentoria? Lo que se interpone es eso a lo que llamamos dinero.
Se trata de una cuestión atinente al bien común de la comunidad política en su vertiente económica: la efectiva distribución de los bienes y servicios producidos para la población. Creemos que las distintas soluciones a esta situación se pueden resumir en cuatro: 1) o bien nos quedamos de brazos cruzados, decimos que «no hay dinero», estamos en «una situación inevitable y fatal de depresión», y se arruinan los negocios, los bienes sin usar se pudren en las tiendas, y se muere de hambre la sociedad; 2) o bien, dejamos que solamente se arruinen los negocios, y trasladamos los bienes de las tiendas a, por ejemplo, Bancos de Alimentos, para que la gente haga colas para adquirirlos; 3) o bien, el Estado se endeuda por enésima vez con el Banco Central Europeo (o con los bancos comerciales vinculados al mismo), adquiriendo dinero de nueva creación para subvencionar a las familias españoles para que puedan hacer frente a la cesta de la compra, y las tiendas y negocios puedan seguir sobreviviendo; 4) o bien, el Estado crea directamente su propio dinero y lo da a la población para que pueda adquirir esos bienes y servicios vitales y necesarios ya producidos.
Estamos bastante familiarizados con la aplicación de las tres primeras «soluciones» ortodoxas, adoptándose cada cual en cada momento según le convenga al Estado revolucionario para un mejor control de la población doméstica en nombre de sus amos internacionales. Pero nos gustaría subrayar simplemente que no hay ningún impedimento físico o moral que imposibilite la práctica de la solución más racional, es decir, de la cuarta. De nuevo oímos la queja de los doctrinarios ortodoxos: «¡eso es la consagración de la inflación!». Esta objeción tendría sentido si aquí estuviéramos defendiendo una emisión de nuevo dinero arbitraria y realizada al tuntún (por ejemplo, emitir dinero a la población no habiendo existencia real de bienes y servicios con los que confrontar ese dinero). Por el contrario, siendo la función de una política financiera (como ya dijimos) reflejar la realidad física económica de una comunidad política, es evidente que la solución racional para cubrir la doble necesidad de venta y compra que sufren unos y otros (y cumplir, así, con la efectiva distribución de bienes y servicios demandados por las familias), es la de emitir nuevo dinero que sirva para el efectivo consumo de esos bienes y servicios necesarios, o lo que es lo mismo, que la demanda física o real de la población se haga efectiva y verdadera de la única forma que puede hacerse sin menoscabo de la dignidad de esa sociedad. Las soluciones 2 y 3 también satisfacen la demanda necesitada de las familias. Pero en el primer caso se realiza de manera indigna y vergonzosa; y en el segundo caso se incurre en un endeudamiento innecesario por parte de la comunidad política. La producción hecha por una comunidad política se realiza para satisfacción de su propia población, y es completamente irracional que las familias tengan que pagar dos veces por esa riqueza producida: la primera, al adquirir el bien o servicio; y la segunda, al tener que devolver (normalmente vía impuestos) la deuda en la que incurrió el Estado en su nombre para adquirir el dinero con el que poder comprar aquellos bienes y servicios. Por tanto, aun en el peor de los casos de que supuestamente se produjera inflación como consecuencia de la creación de nuevo dinero en orden a que la comunidad política adquiera su propia riqueza producida, al menos en este caso no habríamos incurrido en un estúpido endeudamiento con una entidad financiera que monopoliza a su gusto el dinero de la comunidad política en contra de ésta y no en su favor. De todas formas, creemos que constituye una verdad incontestable de filosofía moral el siguiente precepto: en caso de nueva creación de dinero destinado al consumo, constituye usura no solamente la exigencia de interés sobre ese nuevo dinero, sino también la exigencia de devolución del principal mismo.
Félix M.ª Martín Antoniano