Hemos asistido durante estos días a las infames palabras de la ministra de igualdad, Irene Montero, sobre las relaciones sexuales en niños. Más allá de los matices e interpretaciones múltiples, los corolarios que se extraen de la intervención de Montero son bastante lógicos. Pero si pensábamos que el cupo de escándalo estaba cubierto, hemos errado en el juicio. A la demencia del poder político le ha salido un Sancho Panza singular: la inanidad del poder eclesiástico.
Me refiero, pues, a las palabras del arzobispo de Valladolid, D. Luis García Argüello quien decidió romper una lanza por la ministra arguyendo que, en su opinión, la ministra en cuestión no estaba defendiendo la posibilidad de que los niños mantuvieran relaciones sexuales con adultos. Pese a que no sólo he oído, sino constatado la basura ideológica a la que llaman formación que hoy se imparte en los centros eclesiásticos, desconocía que tal cochambre educativa alcanzaba hasta las cimas de la comprensión lectora. La cosa no queda ahí, pues Argüello prosigue sosteniendo que lo que él teme es, más bien, el concepto de persona que se extrae de los documentos «legales». Deduzco que el señor Argüello también desconocerá que las leyes de igualdad sexual tienen alguna relación con el ministerio que porta el mismo nombre.
Este triste espectáculo, muestra de ruina espiritual y humana, en puridad, no es tan paradójico como se piensa. La razón, la de siempre. Irene Montero señala como piedra de toque el consentimiento, y el arzobispo Argüello, la persona. La unión de ambas posturas se realiza en el concepto de dignidad liberal, que conecta el ordenamiento jurídico liberal (artículo 10 de la Constitución Española de 1978), con el plexo de ideas matriz del mundo eclesiástico posconciliar (Catecismo de la Iglesia Católica, p. 1700). La dignidad en su acepción kantiana, según nos refiere su artífice en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, es la autonomía moral del individuo, la capacidad para darse la ley. De esta forma, el personalismo opera tanto para darse la ley moral sexual a sí mismo (independientemente de la edad), de ahí la importancia del consentimiento, como para tomarse como termómetro ético sobre el que se construye un concepto ideológico de persona, última moda de la inanidad intelectual del mundo eclesiástico.
El circo al que hemos asistido, en el cual no se tiene muy claro quién hace de bestia y quién de domador, es una prueba de lo que ha supuesto el personalismo para el mundo católico. Una ideología liberal perniciosa que, sobre una relectura de toda la doctrina, trata de reconciliar a la Iglesia, antimoderna por definición, con la modernidad. De nuevo, los eclesiásticos no sólo erraron en la teoría, también en la práctica, lanzándose con fruición en los brazos del mundo; quisieron bautizar la modernidad que combatieron durante siglos. Pero para ese momento, la modernidad comenzó a dar el paso hacia descomposición nociva de sí misma, hacia una posmodernidad que acelera el paso revolucionario; posmodernidad que se ha convertido en papel mojado los juicios sociológicos, superficiales e insulsos de los eclesiásticos.
En este orden de cosas, la dignidad ya no es la mera autonomía respecto del Estado, o la defensa de la propiedad como fin (ambas condenables). La dignidad liberal posmoderna es la libertad sexual, el aborto, el escándalo, la pederastia consentida… En esta tesitura, el mundo eclesiástico se ha visto forzado a malabarismos lingüísticos para justificar una equivocada política pastoral que no ha traído más que ridículo y apostasía.
Miguel Quesada, Círculo Hispalense