No pretendo abordar la ilusoria cuestión de la batalla cultural. En este medio ya se ha hecho alguna vez. Tampoco deseo exponer doctrinalmente los fundamentos de la política en su acepción clásica y católica. También lo han hecho plumas mejor cortadas para La Esperanza en varias ocasiones. El motivo de estas líneas es una reflexión al calor de una constatación experiencial que estimo de gran utilidad para el apostolado político.
El cerco que la modernidad ha trazado sobre el mundo católico ha conducido a muchos cristianos a la desesperanza. Desesperanza que se disfraza, como toda tentación, con múltiples atuendos, bien sea de encarnacionismo radical inmanentista, bien de escatologismo extremo antinatural, ergo antipolítico. En esta tesitura, muchos católicos son presa del efectivismo, corriendo a bautizar el estado de cosas para ahorrarse el desagradable deber de militancia.
A este respecto, la democracia cristiana representa el paradigma del sacrificio de la verdad en los altares de lo «conveniente». Durante años han señalado con su dedo acusador a los leales a la bandera de Cristo Rey como culpables por su intransigencia ante el estado de cosas. El paso del tiempo ha revelado que somos nosotros los legitimados para señalarlos como culpables por su cobardía.
Sin embargo, pese a que la perseverancia en el error tiene más componentes de maldad estructural que de miseria humana, la democracia cristiana es impenitente. En los últimos años han evidenciado su contumacia. Ya sea por iniciativas sociales, o culturales, o sobre la acción de misteriosas organizaciones que pretenden hacerse oír, la cuestión es que la democracia cristiana es perseverante en convertir a católicos en liberales. Y, recientemente, aunque nunca han dejado sus vínculos con grupúsculos marginales del ámbito de la derecha −extrema, si se quiere−, la democracia cristiana ha apostado objetivamente por VOX.
¿El argumento? El de siempre, pero algo rebozado. Siendo el fin la coexistencia de la tranquilidad de las conciencias con un estado de cosas contrario al bien, hicieron suya la vaporosa y tendenciosa «batalla cultural». La razón estriba en que al ser cultural -no política- no representaba una amenaza al estado de cosas; por otro lado, el término bélico daba la sensación de militancia. Algo similar a esos chicos que portan sables de madera, objetivamente inofensivos pero que les hacen creer señores de la más trascendental de las guerras.
Sin embargo, todo se ha truncado para la democracia cristiana. Por un lado, la paulatina pérdida de fuerza del grupo demócrata cristiano (contando todas las siglas y grupúsculos unidos) en el partido frente a una versión más contemporizadora: identitaria, gritona, nacionalista… Por otro lado, el desastre electoral andaluz, unido a las disparatadas giras de rebotadas estridentes, no ha modificado sustancialmente las cosas. Parecía que el sueño de la democracia cristiana, identificado con las conciencias tranquilas en el sistema corrupto y corruptor se iba alejando.
Si algún católico tenía insulsas esperanzas en el proyecto de la democracia cristiana, los hechos recientes son una óptima ocasión de contrición. Para el evento «Viva 22», inspirado −según anuncia la plataforma verde− en la Historia de España, han invitado a un artista que anuncian como Santaflow. Si alguien no ha escuchado las letras de canciones del autor −eso que se lleva− le informo que, si no es fácilmente escandalizable, las consulte a título de documentación. Por el respeto que profeso a La Esperanza y a sus lectores, no voy a transcribirlas. Simplemente apunto que las blasfemias, vejaciones, ataques, groserías y burlas, especialmente a la Virgen, me parecen suficiente prueba.
Este hecho habrá dejado en jaque a la democracia cristiana. Aunque, pensándolo mejor, nunca hay que subestimar la tozudez diabólica que fundamenta la perseverancia en el error de nadie, y menos de la democracia cristiana. Aquellos que, miserablemente, juzgaron las conciencias de los católicos que se resistían a seguir participando en el circo blasfemo que representa la democracia, aquellos que señalaban como integristas o intransigentes a quienes permanecieron en la abstención a la que les ha obligado el sistema ateo, aquellos que ridiculizaban las negativas de los fieles a ser seducidos con burlas a la tradición católica y española; aquellos hoy han quedado retratados. Retratados como la corte de pusilánimes que corren a rendir homenajes a las falsas banderas hegemónicas, mientras se convencen a sí mismos de que su reprochable actitud es el deber de militancia de los católicos.
Como conclusión sobre estos tristes hechos podemos confirmar la sabiduría de la filosofía perenne, aquella que enseña que el fin determina los medios. Por ello, un fin malo no se combate con los medios a su imagen, sino con la sustitución del falso fin por el correcto.
Miguel Quesada, Círculo Hispalense