No podría escoger un solo motivo por el que me encanta Mary Poppins (la antigua, la auténtica, la de Julie Andrews): si el almirante retirado y su cañonazo diario de tal precisión que el Observatorio de Greenwich le tiene por referencia; si la absolutamente entrañable Sra. Banks y su campaña por el voto femenino de las burguesas ricas (y su absoluto desinterés por la emancipación del proletariado que vive bajo su techo…); o el guiño de animación a la flamante escena de Ascot de la contemporánea My Fair Lady (que venía protagonizando la misma Andrews en el teatro, pero para cuya versión cinematográfica eligieron a la más pintona –aunque nada cantarina– Audrey Hepburn… Llevándose el Oscar de aquel año la Andrews por Mary Poppins, que dedicó, con gracia y salero, al director de My Fair Lady. Pero ésa es otra copla).
Ya habrán deducido, a estas alturas, que me gusta cantar y que no me disgustan los ingleses. Quizá por ello, uno de mis artículos predilectos de Chesterton es su genial Pajarillos que no cantan que me ha servido de inspiración para esta serie. Hay pájaros que sí gorjean melodiosamente: son las aves canoras y este paréntesis, como habrán sospechado, no tiene más razón de ser que el placer de escribir tan bellísimo sintagma como es «aves canoras». De ésas no se trata. Los pajarillos de Chesterton son la mayoría de los trabajadores contemporáneos del autor, que ya no entonan esos alegres cantos marineros, al recoger sus redes, ni ejecutan los cadenciosos pasos de hoz y de guadaña al ritmo de viriles canciones de siega. Las sesudas y muy adecuadas reflexiones de Chesterton se las dejo leer, que no es cuestión de hacerme pasar por inteligente citando a otros. La parte humorística del artículo consiste en el empeño del autor por «musicalizar», con escaso éxito, algunas de las profesiones modernas. Así, su ingenioso himno para los empleados de Correos es recibido con bastante desdén, porque el tipo de trabajo que se lleva a cabo en una oficina no permite entretenimientos músicos de ninguna clase.
Pero es que no se trata ya de que haya trabajos en los que no se pueda, de derecho, cantar. Es que, de hecho, ya nadie canta trabajando.
Los pajarillos que no cantan, a lo mejor no cantan porque no saben cantar. A lo mejor sí que saben cantar, cada uno a su manera, pero no saben cantar todos juntos, quizá porque ni siquiera canten en el mismo idioma. No pertenezco en absoluto a la clase de alienado capitalista que enarbola la bandera de la anti inmigración con un argumento tan rematadamente imbécil como que «los extranjeros nos roban el trabajo». Por la sencilla razón de que soy dolorosamente consciente de que la mayoría de trabajos desempeñados por extranjeros, los vástagos españoles de la Posmodernidad (exactamente como la inmensa mayoría de sus progenitores), no los aceptarían bajo ninguna circunstancia. El problema es mucho más grave que la indudable pena de que los trigales sorianos no se sieguen al ritmo de cantos sorianos de labranza. Porque yo, personalmente, prefiero que el trigo de Soria se siegue con los melancólicos acordes de los cantos balcánicos a que se siegue en total silencio. Y, sin lugar a dudas, prefiero el silencio en la siega por la total ausencia de cantos al total silencio por la ausencia de siega. El Occidente del capitalismo tardío aún no ha entendido (o no ha querido entender), que las infinitas posibilidades de enriquecimiento sin trabajar del mundo digital aún no han conseguido hallar un sustituto razonable a los viejos y trabajosos productos agrícolas. Que sí, que se gana más como bróker que como temporero, pero prueben Vds. a hacerse un bocadillo de bitcoins.
Quizá, aunque se dé una extraña conjunción de trabajadores de la misma nacionalidad en un campo, no canten tampoco porque nadie les haya ensenado a cantar. Porque sus padres, abuelos y tíos también desempeñaron, antes que ellos, tareas que no permitían la puesta en común melódica del esfuerzo por un bien común (qué pedante estoy últimamente, ya me perdonarán).
Puede ser, incluso que los pajarillos, aunque sepan cantar, no canten porque, efectivamente, como en el ejemplo de Chesterton, sus condiciones laborales no se lo permitan. Concedo que hay trabajos, especialmente los de tipo intelectual (y que son, he ahí la clave, generalmente solitarios), que no permiten en absoluto el acompañamiento melódico: comprendo que un profesor, un médico, un abogado, un escritor, no sientan la necesidad de componer la Balada del recurso de reposición, la Romanza del claustro de fin de trimestre, o la Oda al trasplante de riñón. Que, puesto que se me acaban de ocurrir, no deben de ser tan absurdos. Se trata, por otra parte, de labores que exigen una gran actividad intelectual y, por lo mismo, en muchos y múltiples sentidos mucho menos gravosas y pesadas que la vendimia o la leva de anclas. No. Creo que en muchos sentidos, las reflexiones de Chesterton no se dirigen tanto hacia el mundo profesional como hacia el estrictamente laboral, donde quizá está apuntando hacia una enmienda a la totalidad (chestertoniana o pradiana) que pasaría por la adopción de un sencillo criterio para distinguir los trabajos desechables en una sociedad antropológicamente sana: si son susceptibles de música, están a escala humana. Si no, no. Y habrá que buscar la manera de vivir sin ellos, porque no se le puede exigir a nadie que lleve a cabo un trabajo que le hace violencia a su naturaleza.
No parece, a simple vista, que podamos salvar muchas cosas. Aunque yo creo que Chesterton estaría de acuerdo conmigo en excluir las antaño llamadas profesiones liberales de la criba, precisamente por cuanto que la música en el trabajo desempeña esa función de «aireación espiritual» («mental», dirían nuestros contemporáneos) que va incluida, de suyo, en esas profesiones.
Pero no se trata solo de las labores agrícolas, pesqueras y, en general, del llamado «sector primario» las que pueden ser a un tiempo duras y alegres. Los militares cantan sin cesar. El clero (en la medida en que clericar sea un trabajo), no conoce apenas compases de silencio. El comercio a escala humana, también, es decir, el del mercado: es un escenario de predilección para el solaz melódico, como prueban tantas y tantas escenas de zarzuela. Y el artículo de Chesterton, exactamente como la película de Mary Poppins, intenta demostrar que hemos de sacudirnos unos cuantos prejuicios acerca de la gravedad y seriedad presuntamente intrínsecas a muchas profesiones si queremos salvar ciertas comodidades modernas en nuestra lucha sin cuartel contra la abolición capitalista del hombre. Dicho en otras palabras: a lo mejor los banqueros sí que tienen cabida en la ciudad católica.
Si tuviera que elegir un solo motivo por el que me encanta Mary Poppins me quedaría, después de todo, con la visita al banco de Jane y Michael junto a su padre, cuando el venerable (y temible) presidente intenta persuadir al chico de invertir sus dos peniques, para lo cual se organiza una encantadora, dignísima y de etiqueta perfectamente corporativa, escena de danza, interpretada por los más distinguidos miembros del Consejo de la institución, que cantan y se hacen exquisitas reverencias: «Pruébalo, a ingresar sólo dos peniques en él» (la traducción, como siempre, es lo mejor que se pudo hacer intentando armonizar, con mucha buena fe, música y significado). Que a los Botín y Goirigolzarris de este triste mundo no se les haya pasado por la cabeza organizar un simpático número musical para dar la bienvenida a los nuevos inversores no es óbice: incluso la actividad financiera podría, con un poquito de buena voluntad, ponerse a la medida de una sociedad humana digna de tal nombre.
Por lo que a mí respecta, confiaría ciegamente mis exiguos dineros a un banco que me quisiera tan desesperadamente como cliente como para poner a su respetable y añosa Junta Directiva a hacer el indio sólo para sacarme una sonrisa.
G. García-Vao