Por si me queda algún lector de derechas, después de estas últimas semanas jugando al anticapitalista, he decidido ahuyentarlo también con mi firme determinación de fundar un sindicato revolucionario, de inspiración antimarxista, anti-verticalista; antispasto y antidáctilo, probablemente, por exigencias rítmicas. Confío en que no demasiado antinómico y, seguramente, me temo, anticonstitucional.
Si no les ha hecho gracia el precedente galimatías, mis posibilidades de terminar de enfadar a todo el mundo van en aumento.
Verán, utopías socialistas hay muchas. Probablemente tantas como socialistas, pues los autodenominados «progresistas» comparten con los protestantes (entre otras muchas cosas), una fervorosa creencia en el libre examen. Estos últimos, de las Sagradas Escrituras; aquéllos, de El Capital. Terminamos el último artículo de esta serie tratando de proponer un criterio (bastante, aunque no enteramente, estúpido) que nos permitiese discernir qué actividades económicas y profesionales podrían ser admisibles en una sociedad que se pretenda a la medida del hombre. Por contraposición, por ejemplo, a una sociedad que se pretenda a la medida de la diosa Razón, de la razón de Estado, de la estabilidad económica, etc.
Lo más sorprendente de una reivindicación de aquellos trabajos en los que sea legítimo y posible el acompañamiento musical (dejando a un lado, como ya dijimos, las profesiones en las que, de suyo, se cultiva el espíritu), es que hay muchas más de las que pueda parecer a simple vista. A los esforzados defensores de la economía de mercado, con sus furibundos ataques a los monopolios que creen ver en todas partes y sus adamantinas defensas del «estado ideal de libre competencia» que no podrían ver ni en sus más lúbricos sueños porque es una entelequia fenomenal, hay que decirles que cantar es un medio excepcional para fomentar la sana competición entre equipos de trabajadores y un canal privilegiado para el comercio. Que sí, que sí:
En la deliciosa Capitanes intrépidos se nos muestra cómo es posible bajar del pedestal de la rancia burguesía puritana de Yanquilandia a un muchachito insufrible, simplemente poniéndole a trabajar en un barco pesquero, al cuidado de un entrañable marino de origen portugués (interpretado por el gran actor aunque no muy portugués Spencer Tracy). Numerosas son las escenas en las que las duras tareas de los marineros son acompañadas de canciones, siendo las mejores las que se prestan a agudos intercambios de ingenio entre tripulaciones rivales, que tratan de llenar lo antes posible las bodegas en los otrora riquísimos bancos de Terranova (fuente casi ilimitada de pescado, de canciones y de literatura) y ganar de nuevo el añorado puerto seguro del hogar. Uno da lo mejor de sí en su puesto de trabajo cuando siente por él un cariño especial y yo no sé cómo se puede amar más una cosa si no es cantándole una canción (cfr. nuestro precedente artículo, Zarabanda para granero y orquesta).
Por otra parte, aunque la deteste con todas mis ganas, la cursi (y totalmente carente de argumento) Frozen tiene una escena salvable que, además, es la primera, en la que los valerosos cortadores de hielo se encaraman a los lagos helados de las cumbres de ese microestado archiluterano que nos presenta el filme para extraer grandes bloques que luego envían a la capital, supongo que para prepararles sorbetes a las dos insufribles princesas, que son carne de guillotina. También puede pensar uno en los gabarreros, esas rudas gentes que bajaban la leña del monte en el crudo invierno castellano inmortalizados, en cuanto al interés del artículo, por un magnífico villancico que interpretó (y, probablemente, salvó del olvido) en su día el Nuevo Mester… «Que más vale un beso que medio cabrito: que el cabrito se come y se acaba y el beso, morena, se queda en la cara». Inmortalizados, también, en cuanto a mis eclécticos intereses, por un notable conjunto escultórico que preside la entrada de El Espinar, pueblo segoviano que, en justa analogía con una Valencia del Cid y una Ávila de los Caballeros, bien debería llamarse ya El Espinar de los Gambra.
Pero no quisiera perder el hilo. Mencionaba también el comercio: que la música que el común de los mortales que me son contemporáneos asocie hoy a ir a la compra sea el insufrible soniquete de la megafonía del supermercado de turno, no debería hacernos perder de vista que cantar para colocar la mercancía también forma parte de la sociedad tradicional. ¡Cuántas escenas de zarzuela tienen lugar en bulliciosos mercados donde se entrecruzan las voces de pescaderos, verduleras y mercachifles de todo género! Pienso en el comienzo de El pájaro azul y de La Dogaresa («¡Venid aquí, venecianos, a comprar!»); el altercado entre vendedoras que da pie a toda una revuelta, en esa Lisístrata maña que es Gigantes y cabezudos («¡Qué caro está todo, qué barbaridad! ¡Los precios los suben cada día más!»). Y para qué hablar de vendedores ambulantes, como en Agua azucarillos y aguardiente…
Quizá el aspecto más interesante de esta solidaridad musical entre trabajadores es que se presta, perfectamente, a la auténtica inculturación. Y no me refiero sólo a acompañar la durísima labor de los azafraneros a ritmo de jota aragonesa en La rosa del azafrán («La rosa del azafrán es una flor arrogante que nace al salir el sol y muere al caer la tarde»); ni a cantos de siega «húngaros», como la romanza Deja la guadaña, segador, de Black, el payaso. Me refiero a que, como también hemos apuntado ya, hay trabajos que deben desempeñarse siempre y en todas partes y es justo y necesario que cada cual lo haga, no solo en su tierra y para el bien de los suyos sino que, además, lo haga con sus cantos y melodías particulares.
El golpe de genio de Carlos Marx y su secta fue encontrar un destello de universalidad entre todos los trabajadores del mundo que pudiese unir a las masas hambrientas, fatigadas y desesperadas en una lucha conjunta contra sus opresores. El gran problema del marxismo es que ha intentado vendernos como universal una lucha muy triste y muy desesperanzada. El marxismo se funda en la universalidad de la miseria de las condiciones de trabajo en la mayoría de las sociedades industrializadas. Lo que conduce a los marxistas a hacer una injusta traslación de miseria universal a universalidad de las aspiraciones revolucionarias: Puesto que todos los proletarios del mundo sufren las mismas angustias, es evidente que todos anhelan las mismas soluciones.
Mi proyecto social revolucionario es mucho más modesto y creo que tiene los pies más en la tierra. No sé si las condiciones pre-revolucionarias del proletariado son comunes en todo el universo mundo. Para empezar, porque no sé si en todo el universo mundo hay o va a haber necesariamente proletariado. Yo, quizá por un exceso de ingenuidad, no lo negaré, no doy por sentada la revolución industrial. No estoy seguro de que necesitemos ordenadores, teléfonos móviles y Netflix para garantizar nuestra supervivencia como especie (para procurar nuestra salvación como católicos me atrevo a suponer que necesitamos no tenerlos). Pero es que tampoco estoy seguro de que necesitemos altos hornos, luz eléctrica las veinticuatro horas del día y bienes de consumo de producción industrial y no artesanal.
Sin embargo, estoy ciegamente persuadido de que toda sociedad humana que haya abandonado el Paleolítico siembra, cultiva y recoge los productos de la tierra. El labrador me parece una figura infinitamente más universal que el operario y que seguirá existiendo en el improbable escenario de un apagado eléctrico universal. Si Marx y los marxistas se preocupasen de veras por los trabajadores (en lugar de instrumentalizar a una masa alienada, primero por el modo de producción capitalista y luego por la lectura indigesta del Manifiesto comunista), quizá deberían haber empezado por hablar del trabajo más elemental, necesario e imprescindible en toda sociedad humana: el que nos pone los alimentos en la mesa. Las mesas son, en este sentido, bastante secundarias.
Frente a la ficción de la universalidad de la aspiración proletaria de controlar los medios de producción, la aspiración seguramente universal de todos los que trabajan produciendo aquello que más necesitamos, de hacerlo en condiciones de dicha vivida y compartida.
Manifestando nuestro más vehemente rechazo a La Internacional, el himno de esta naciente Solidaridad Obrera Musical bien podría ser aquello de «No hay empresa más gallarda que el afán del sembrador».
G. García-Vao