Iesus Nazarenus Rex Iudeorum

En esta festividad de Cristo Rey felicitamos a nuestros lectores con el saluda del Capellán, elaborado por D. José Ramón García Gallardo, que pueden encontrar en el núm. 5 de la revista PELAYOS.

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Queridos Pelayos,

En cada uno de nuestros crucifijos vemos el letrero que mandó hacer Pilatos que lleva escrita la causa de la condena de Nuestro Señor. Allí se lee INRI, Jesús Nazareno Rey de los judíos. Pilatos antes de lavarse las manos y sentenciarlo a muerte, le pregunto si Él era rey y Jesús le respondió que para eso había nacido y venido al mundo. Esto propició que Pilatos, juntamente con Herodes, le condenara en lo político por proclamarse rey; como horas antes Anás y Caifás le condenaron en lo religioso, con la acusación de blasfemar por afirmar que Él es Dios. Por esos cargos le condenaron y, como dice el himno litúrgico Vexilla Regis —compuesto en el año 569 por San Venancio Fortunato— «Impleta sunt quæ concinit David fideli carmine, dicendo nationibus: Regnavit a ligno Deus». Así se cumplieron los proféticos cantares de David en el salmo XCV: «Decid entre las naciones: el Señor reina desde lo alto del madero».

Nuestro Señor nos dijo cómo deberíamos rezar y nos enseñó esa oración divina que habéis aprendido en el catecismo, que es el Padre Nuestro. En ella le suplicamos que «venga a nosotros Tu reino», ese reino que en el prefacio de la gran fiesta de Cristo Rey imploramos que se establezca en esta tierra y en nuestro tiempo; su reino de «verdad, justicia, paz, amor, santidad y gracia», que se acate su voluntad «así en la tierra como en el cielo», porque «El Señor en el cielo asentó su trono» (Ps CII,19).

Cuando rezamos «venga a nosotros Tu reino» le pedimos que extienda su poder desde su trono celestial sobre todas las almas en esta tierra, desde su reino eterno a nuestro tiempo, para que ningún espacio físico o espiritual permanezca en las tinieblas de la mentira y el pecado. Porque su Padre lo exaltó poniendo su nombre sobre todo nombre, su reino sobre todos los reinos, deberá tener a las naciones bajo su imperio. Porque Nuestro Señor, en cuanto Dios Creador, es Rey con legitimidad de origen, y ostenta legitimidad de ejercicio por la reconquista de la redención; siendo Nuestro Señor Dios y Redentor, es Nuestro Rey por ese doble título.

En la anunciación, cuando se realizó la encarnación de Jesús en el seno de su Madre, el arcángel San Gabriel le dijo a la Santísima Virgen, que daría a luz un Hijo, a quien Dios había de dar el trono de David, su padre, que reinaría «en la casa de Jacob sin que su reino tuviera jamás fin» (Lc 1,32-33). «Por otra parte incurriría en grave error el que negase a la humanidad de Cristo el poder real sobre todas y cada una de las realidades sociales y políticas del hombre, ya que Cristo como hombre ha recibido de su Padre un derecho absoluto sobre toda la creación, de tal manera que toda ella está sometida a su voluntad» (Quas Primas).

Al considerar el estado calamitoso de la sociedad, y establecer un diagnóstico realista ante una situación social tremenda –que de ayer a hoy no ha cesado de agravarse en decadencia y perversidad– el Papa Pío XI en su mencionada encíclica «Quas Primas« proclamó en su magisterio que su grey debe reconocer y acatar la realeza de Nuestro Señor. De dicha encíclica, he entresacado algún párrafo:

«El mundo ha sufrido y sufre este diluvio de males porque la inmensa mayoría de la humanidad ha rechazado a Jesucristo y su santísima ley en la vida privada, en la vida de familia y en la vida pública del Estado; y es imposible toda esperanza segura de una paz internacional verdadera mientras los individuos y los Estados nieguen obstinadamente el reinado de nuestro Salvador. Por esto, advertimos entonces que la paz de Cristo hay que buscarla en el reino de Cristo» (Quas Primas, 2).

«¡Qué felicidad tan grande podría gozar la humanidad si los individuos, las familias y los Estados se dejaran gobernar por Cristo!» (Quas Primas, 9).

«Y si ahora ordenamos a todos los católicos del mundo el culto universal de Cristo Rey, remediaremos las necesidades de la época actual y ofreceremos una eficaz medicina para la enfermedad que en nuestra época aqueja a la humanidad. Calificamos como enfermedad de nuestra época el llamado laicismo, sus errores y sus criminales propósitos.

»Y en esta extensión universal del poder de Cristo no hay diferencia alguna entre los individuos y el Estado, porque los hombres están bajo la autoridad de Cristo tanto considerados individualmente como efectivamente en sociedad. No nieguen, pues, los gobernantes de los Estados el culto debido de veneración y obediencia al poder de Cristo, tanto personalmente como públicamente, si quieren conservar incólume su autoridad y mantener la felicidad y grandeza de sus Patrias» (Quas Primas, 8). Esta es la unidad católica que configuró e hizo grande nuestra patria antes de que el liberalismo la destruyera.

«Este reino se opone al reino de Satanás y a la potestad de las tinieblas, y exige de sus súbditos no sólo que, con el desprendimiento espiritual de las riquezas y de los bienes temporales, observen una moral pura y tengan hambre y sed de justicia, sino que exige además la abnegación de sí mismos y la aceptación de la cruz» (Quas Primas, 8).

Luego de las palabras del Sumo Pontífice Pío XI en la encíclica «Quas primas», considero oportuno traer a colación las palabras de aliento, tanto para ellos como para nosotros, que Monseñor Marcel Lefebvre, dirigió a los miembros de la Ciudad Católica, prologando el libro «Para que El Reine»:

«Bien sé las críticas que se os hacen; críticas que se dirigen contra ciertos detalles de expresión, contra ciertas personas, a quienes se teme a causa de su pretendida adhesión a ciertas formas de política; y de estas objeciones no debéis hacer caso más que para perfeccionar vuestra obra. Pero si estos juicios quieren menoscabar las bases mismas de vuestro pensamiento, de vuestra orientación, entonces equivalen a presunciones malévolas y a puras calumnias.

»Vuestra obra, Para que El reine, responderá a estos últimos, por su preocupación de ser fiel intérprete del pensamiento y de los mensajes de los Soberanos Pontífices. Repetís, con todos los Papas, y tras Nuestro Señor: “Venga a nosotros Tu reino”; queréis, ante todo, purificar los espíritus de todo lo que en ellos y a su alrededor se oponga a ese Reino.

»Siguiendo los objetivos señalados por los Sucesores de Pedro, os esforzáis en conocer lo mejor posible los graves errores que ellos denuncian a fin de destruirlos, y el medio que preconizáis es de los más eficaces: trabajar para hacer la luz en los espíritus, por pequeños grupos, indicando de manera precisa la Verdad que hay que conocer y afirmar y el error que hay que combatir.

»“Redigere intellectum in obsequium Christi” dice San Pablo. Este es el primer trabajo; el segundo, es decir, la acción saldrá por sí solo en función de esta sumisión. Nuestro Señor reinará en la Ciudad cuando algunos miles de discípulos asiduos de Nuestro Señor y de la Iglesia estén convencidos, por la gracia y por su esfuerzo intelectual, de la Verdad que se les transmite y de que esta Verdad es una fuerza divina, capaz de transformarlo todo.

»Lo que más se echa en falta hoy día es la verdadera filosofía. Si siguiendo los consejos de todos los Papas del siglo pasado, los clérigos, y los seglares mismos se esforzaran en conocer la verdadera filosofía tomista, los verdaderos principios de la ética y de la sociología, no se haría ya mención en las Constituciones de los sacrosantos principios del 89, que desconociendo la ley divina que determina el bien y el mal, arruinan las nociones fundamentales del derecho y de la justicia.

»Por esto encuentro excelente vuestro deseo de volver a inculcar todas estas nociones en los espíritus, a fin de que Cristo reine».

Teniendo en cuenta la parábola de los viñadores homicidas que narran los tres evangelios sinópticos, en la cual nos muestra el Señor cómo actúan, ayer y hoy, los hijos del príncipe de este mundo, padre de la mentira, que es homicida desde el inicio, cuando alguien viene a recordarles sus obligaciones ante los derechos de Dios y los deberes de otorgarle al Rey el tributo al que obliga la justicia, la respuesta tanto ayer como hoy es asesina. Por eso un Pelayo debe estar dispuesto a dar testimonio, incluso hasta el martirio, practicando cotidianamente las virtudes para vivir en gracia. Ser viril y no caer en las mezquindades y cursiladas, que poco a poco llevan a la traición a Nuestro Rey.

Quiero acabar estas líneas con la exhortación a la mansedumbre y la paciencia en las tribulaciones que debe soportar un Pelayo de Cristo Rey. Las democracias siguen adulando a Barrabás y burlándose de la realeza del Señor, al Que continúan coronando de espinas, cubriéndole con una clámide roja o blanca y poniéndole en sus manos un cetro de caña. Todos aquellos que no se avergüenzan de su Rey ante los hombres, que dan testimonio y muestran su adhesión al Divino Rey en este mundo, sufrirán la misma persecución diabólica, en su carne y en su alma, en sus bienes y en su honor. Haber confesado su realeza ante los hombres os granjeará el derecho de ser reconocidos ante el Padre en el reino celestial. No será tanto por las victorias humanas en las que los mesianismos contemporáneos se empeñan, como por la heroica valentía del testimonio ―haber luchado, trabajado y sufrido la indiferencia cruel de los tibios que se lavan las manos y la furia virulenta de los malos que le crucificaron―. No será por la pulcritud de vuestro uniforme, sino por el coraje mostrado en la batalla y las cicatrices de esas heridas que tendréis en el cuerpo y el alma ―y que serán mañana vuestras condecoraciones gloriosas―. ¡Ante Dios nunca serás héroe anónimo!

Por eso, quien quiera ser verdadero soldado de Cristo Rey, como por ejemplo lo fueron nuestros ancestros en la Cristiada en México o en la Cruzada del 36 en España, debe estar preparado para martirio teniendo presentes los heroicos ejemplos de tantos mártires, cruentos e incruentos, y las palabras de Nuestro Señor: «si así tratan al leño verde ¿Qué será del leño seco? (Lc XXIII,31)», pues «no es mayor el discípulo que el maestro (Mt.X,24)».

Esta exhortación, a la que me referí más arriba al comentar la frase del Padre Nuestro «venga a nosotros Tu reino», es también de santo Tomás de Aquino: «Por ésta misma petición llegaremos a la bienaventuranza, de la que se dice en Mt V, 4; “Bienaventurados los mansos”. En efecto, cuando pides que “venga a nos Tu reino”, por desear el hombre que Dios sea el Señor de todos, no se venga de la injuria que se le infiera, sino que se la deja a Dios. Porque si te vengaras, no desearías que viniese su reino. Y si esperas su reino, o sea, la gloria del paraíso, no debes preocuparte si pierdes los bienes de este mundo. Asimismo, si pides que Dios reine en ti, como Él fue mansísimo, también tú debes ser manso. Mt XI, 29: “Aprended de Mí que soy manso”. Hebr X, 34: “Con alegría aceptasteis el despojo de vuestros bienes”».

«¿Hay realidad más dulce y consoladora para el hombre que el pensamiento de que Cristo reina sobre nosotros, no sólo por un derecho de naturaleza, sino además por un derecho de conquista adquirido, esto es, el derecho de la Redención? Ojalá los hombres olvidadizos recordasen el gran precio con que nos ha rescatado nuestro Salvador: “Habéis sido rescatados… no con plata y oro corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de cordero sin defecto ni mancha”» (1 Ped 1,18-19)» (Quas Primas, 6).

«Si los fieles comprenden que es su deber militar con infatigable esfuerzo bajo las banderas de Cristo Rey, entonces, inflamados ya en el fuego del apostolado, se consagrarán a llevar a Dios de nuevo a los rebeldes e ignorantes y trabajarán por mantener incólumes los derechos del Señor» (Quas Primas, 12).

¡Viva Cristo Rey!

D. José Ramón García Gallardo, consiliario de la Comunión Tradicionalista