Quisiéramos volver a tocar este espinoso asunto relativo a la estrategia practicada por Roma con los nuevos poderes usurpadores surgidos en las comunidades políticas occidentales al calor de sus respectivas revoluciones. Nos centraremos, en concreto, en los criterios aducidos para fundamentar toda esa pastoral conducente al reconocimiento y la aceptación de dichos poderes advenedizos, no sólo de parte de la misma Roma, sino también –por imposición de ella– de todos los católicos, tanto clérigos como seglares. Los criterios que están detrás de esa política vaticana aparecen esparcidos acá y allá en los diversos documentos de los Papas preconciliares; pero creemos que no pudieron gozar de una síntesis mejor que la que aparece en dos textos del Papa León XIII: nos referimos a su Encíclica Au milieu des sollicitudes, de 16 de Febrero de 1892, dirigida a los Arzobispos, Obispos, Clero y todos los católicos de Francia; y a su Carta Notre consolation, de 3 de Mayo de 1892, remitida específicamente sólo a los Cardenales franceses. Puesto que esta Carta constituye la interpretación auténtica de la Encíclica anterior, resulta, si cabe, aún más clara en sus planteamientos, y, por eso, será la única que entrará en el foco de nuestro análisis. No hace falta recordar la importancia que posee para los católicos de nuestra época contemporánea o revolucionaria el caso de conciencia que se presenta en esta cuestión: la obligación moral o no de reconocer, acatar u obedecer a la potestad revolucionaria constituida o fáctica. Por eso es de interés capital examinar si las razones o ideas (todas ellas de valor general, al margen de estar dirigidas al panorama sociopolítico concreto de Francia) que se alegan para promover esa «pastoral de sometimiento» son correctas, justas y coherentes, o, por el contrario, carecen de fundamento y consistencia. Es lo que intentaremos hacer aquí, con todo el respeto debido a los Pontífices.
León XIII, ante la situación de continuos ataques a la Religión y a la Iglesia promovidos por los sucesivos regímenes revolucionarios (y en especial la III República), realiza su enésimo «llamamiento a los católicos, a todos los franceses honrados, a fin de que conserven a su patria en aquella sacrosanta Fe que labró su grandeza en la Historia». Y señala a continuación la causa que él cree está detrás del fracaso de esa convocación: «en la consecución de estos fines la acción de los hombres de bien se veía forzosamente paralizada por la división de sus fuerzas, lo cual fue razón de que dijésemos a todos, como ahora lo volvemos a decir: “¡No más partidos entre vosotros! Unión completa para defender acordes lo que es superior a todo humano interés: la Religión y la causa de Jesucristo. En esto, como en todo, ‘buscad primero el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura’”». Precisa a continuación que ésta es la «idea fundamental en que se apoya toda Nuestra Encíclica», y termina añadiendo: «Ampliamente ha demostrado Nuestra Encíclica que todos esos esfuerzos resultarían vanos si faltaran a las fuerzas conservadoras concordia y unidad en la consecución de ese objeto, que es la conservación de la Religión, fin a que deben aspirar todos los hombres honrados». Nada más loable, en efecto, para un católico que el querer unirse con sus hermanos para revertir y darle la vuelta a la situación anticristiana generada por los nuevos regímenes demoliberales. León XIII afirma a su vez que, si no están unidos todos los que protestan de nombre católico, eso es por culpa de los que entre ellos adolecen de una postura política partidista, la cual estaría en el origen de esa división. Habría que preguntarse, entonces, qué hace que un católico sea «de partido», a fin de enfocar en él la causa de la división. No lo dice explícitamente el Papa, pero lo da a entender nítidamente cuando aborda a continuación el meollo de todo el asunto: la forma en que deben unirse entre sí los católicos. Dice el Santo Padre: «Pero, determinado ya el objeto y admitida la necesidad de la unión para conseguirlo, ¿cuáles son los medios que aseguran semejante unión? También esto lo tenemos explicado; pero vamos a repetirlo para que nadie equivoque Nuestras enseñanzas. Uno de estos medios [N. B. En realidad, es el único que invoca] consiste en aceptar, sin segunda intención y con la perfecta lealtad que conviene a los cristianos, el poder civil en la forma en que existe de hecho. Así fue aceptado en Francia el Primer Imperio después de una horrible y sangrienta anarquía; así han sido aceptados los demás gobiernos, monárquicos o republicanos, que han ido sucediéndole hasta nuestros días». ¿Quiere esto decir que, si un católico no acepta este «criterio de unidad», habrá que considerársele por ello como un católico «partidista», y, por tanto, originador responsable de ese enorme mal que supone la desunión entre los católicos? ¿No sería esto suponer demasiado? Uno podría responder que todo depende de la razón que se exponga como base para ese «criterio de unidad», ya que León XIII no lo presenta de manera arbitraria, sino que lo argumenta. Vayamos pues, un paso más allá, y fijémonos en lo que asevera al respecto el Sumo Pontífice.
(Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano