Dice el Papa: «Y el motivo y fundamento de esta aceptación [del poder fáctico revolucionario] consiste en que el bien común de la sociedad es superior a cualquier otro interés, ya que el bien común es el principio creador y el elemento conservador de la sociedad humana; de donde se sigue que todo buen ciudadano debe quererlo y procurarlo a toda costa. De esta necesidad de asegurar el bien común dimana como de fuente propia e inmediata la necesidad del poder civil, el cual, orientándose hacia este supremo objeto, conduce a él las varias voluntades de los súbditos, que en su mano forman como un haz. Y cuando existe en una sociedad un poder constituido y éste funciona, el interés común resulta enlazado al poder constituido, que, por esta razón, debe ser aceptado tal cual sea. En este sentido, y por estos motivos, hemos dicho a los católicos franceses: aceptad la República, es decir, el poder constituido y existente en vuestra nación; respetadle; sedles sumisos como representante del poder que procede de Dios». Es decir, si no hemos entendido mal, la razón por la que un católico tendría la obligación de acatar y aceptar a un poder ilegítimo es porque, según León XIII, por el mero hecho de ser un poder constituido o de facto, ya se encuentra de por sí orientado hacia el bien común, y, puesto que todo católico tiene obligación de procurar ese bien común por encima de cualquier otro interés, por tanto deberá acatar dicho poder. Nosotros siempre hemos creído y creeremos que uno de los elementos esenciales de todo bien común social es la paz, la verdadera paz, que es siempre obra de la justicia. Cómo se pueda compaginar la consecución del bien común en una comunidad política con un poder cuya razón de ser se encuentra justamente en la conculcación de toda justicia y derecho (tanto en su origen, como en la ejecutoria posterior a la que le compele ese susodicho espurio origen), es algo que no parece haber querido contemplar el Sumo Pontífice. Si éste hubiera querido decir que, entre la alternativa de una situación general de anarquía y la existencia de un poder fáctico que genera un cierto orden externo, un católico debiera preferir el último, entonces se podría llegar a entender. Pero eso no tiene nada que ver con que se pueda distinguir entre un poder legítimo o de iure, y un poder ilegítimo o de facto, y se pretenda querer constreñir a los católicos a ser desleales al primero y leales al segundo, motejándoles, en caso contrario, o bien de enemigos del bien común (como si defender la potestad de derecho, es decir, como si defender la justicia y el derecho no fuera precisamente conditio sine qua non para la consecución de ese bien común), o bien de «partidistas» responsables de la desunión entre los católicos (como si defender la verdad, la justicia o el derecho dado por las Leyes prerrevolucionarias fuera una cuestión de ideología de partido político, cuando resulta ser precisamente la negación y rechazo de todo espíritu de ideología política, ámbito exclusivo –de corte antijurídico y teorético– en el que se mueve todo genuino revolucionario… por no tener más remedio).
Nosotros, a estos efectos, no podemos dejar de recordar la buena doctrina expresada por Santo Tomás de Aquino (tan recomendado por el propio León XIII), quien, en el artículo 6, de la cuestión nº 104, de la II-II Parte de su Suma Teológica, que lleva por título: «¿Deben los cristianos obedecer al poder secular?», establece como tercera objeción que: «Los hombres no están obligados a obedecer a los ladrones que por fuerza los oprimen. Pero S. Agustín dice, en el IV De Civ. Dei: “Sin justicia, ¿qué son los reinos sino grandes latrocinios?”. Luego, por el hecho de que el dominio secular de los Príncipes generalmente se ejerce injustamente, o proviene de una usurpación injusta, parece que los cristianos no tienen obligación de obedecer a los Príncipes seculares»; a la cual responde del siguiente modo: «El hombre tiene obligación de obedecer a las autoridades seculares en tanto lo exija el orden de la justicia. Por consiguiente, si su poder de gobernar no es legítimo, sino usurpado, o mandan cosas injustas, el súbdito no está obligado a obedecerles, excepto quizás en casos excepcionales por evitación de un escándalo o peligro». Es decir, frente a un poder ilegítimo, no es inmoral (más bien lo contrario) el estado habitual de oposición, sin perjuicio de que la prudencia pueda dictar en casos muy concretos o puntuales salvedades coyunturales a esa regla general. Huelga aclarar también que, el que uno se vea forzado en su vida diaria a tener que tolerar o soportar los múltiples mandatos o coacciones que se desprenden continuamente de ese poder ilegítimo (o de sus delegaciones), no tiene absolutamente nada que ver con un acto de conciencia positivo de acatamiento o aceptación del susodicho poder, que es el tema decisivo al que se está refiriendo León XIII. No es de extrañar que el Papa se lamentara de que «hombres […] sinceramente católicos no han comprendido exactamente nuestras palabras». Quizá la razón de ese rechazo sea justo porque éstas son perfectamente claras y meridianas. Para clarificar su posición, el Papa pasa a continuación a tratar algunos puntos.
(Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano