Breve examen de los criterios de la pastoral política preconciliar (III)

Papa Pío XI

En primer lugar, recoge la clásica distinción entre el principio de que «el poder político procede de Dios» y los diversos modos de su transmisión, y concluye: «la misma variedad que, tocante a esto, se observa en todas las naciones, demuestra hasta la evidencia el carácter humano de tales modos». Muy bien, pero la moral natural también obliga a respetar las leyes humanas que prescriben el modo de transmisión del poder una vez que ya han sido delimitadas por el poder legítimo. Precisamente son estas leyes humanas las que nos esclarecen si un determinado poder existente es legítimo o ilegítimo, con todas las consecuencias que ello conlleva. Pasa el Sumo Pontífice al siguiente punto: «Pero aún hay más. Las instituciones humanas mejor fundadas en el derecho, y establecidas con tendencias tan saludables como se quiera suponer para dar a la vida social un apoyo más seguro y comunicarla mayores alientos, no siempre conservan su vigor hasta donde calculaba la corta previsión de la sabiduría humana». ¿Y qué? Ya sabemos que en este valle de lágrimas habrá siempre hijos de Satanás que se dediquen a hacer el mal, incluyendo el robo a sus legítimos dueños, por la violencia y la astucia, de Reinos y Señoríos que no les pertenecen. ¿Acaso un católico tendrá que aceptar ese latrocinio y rendirse a los ladrones?

Es deber de justicia la defensa de una institución justamente «por estar fundada en derecho»; no se puede caer en la falacia hegeliana de la necesidad de los hechos consumados, los cuales, por este solo motivo de haberse producido, pasarían a ser «justos» o «racionales», y sería inútil toda resistencia a los mismos. Error que parece serpentear en las siguientes líneas que León XIII traza a continuación: «En política, como en ninguna otra esfera, surgen modificaciones y cambios inesperados. Húndense las más firmes Monarquías, como las antiguas de Oriente y el Imperio Romano; unas dinastías reemplazan a otras, como la de los Carolingios y los Capetos en Francia; y a unas formas políticas suceden otras formas, según se atestigua con mil ejemplos ocurridos en el siglo actual. Estos cambios están lejos de ser siempre legítimos en su origen, y aun es difícil que lo sean; y, sin embargo, el criterio del bien común y de la tranquilidad pública impone la aceptación de los nuevos gobiernos, establecidos de hecho en sustitución de gobiernos anteriores, que, de hecho, ya no lo son. De este modo quedan en suspenso las leyes ordinarias de la transmisión del poder, y hasta suele ocurrir que, con el transcurso del tiempo, vienen a quedar abolidas». Si el Papa se hubiese limitado a indicar en este párrafo que, ante la ausencia de ninguna legítima reclamación, el poder de hecho o efectivo presente pasaría automáticamente –con el transcurso de un tiempo prudencial en su ejercicio pacífico e ininterrumpido– a quedar legitimado, nada tendríamos que objetar, pues no estaría hablando de otra cosa sino de la conocida institución jurídica de la prescripción adquisitiva, título lícito de apropiación de un bien, incluso si hubiera sido –como señala el Papa– «ilegítimo en su origen».

Pero el problema es que ése no era el caso de la mayoría de los poderes surgidos al amparo de los procesos revolucionarios occidentales. En la mayoría de las situaciones había legítimos reclamantes que denunciaban públicamente el expolio de que habían sido víctimas; denuncia que venía a ser continuada en el tiempo por sus legítimos herederos, impidiendo así toda posible pérdida por prescripción. Por lo tanto, no se puede invocar ese «criterio del bien común y de la tranquilidad pública» para obligar en conciencia a los católicos a doblegarse a los soberanos revolucionarios, porque el verdadero bien común sólo puede conseguirse respetando la justicia, nunca violándola. Es una flagrante contradicción querer obtener el bien común en una comunidad política mediante la consolidación o «consagración» de la injusticia en su seno.

Es fácil observar a qué absurdos puede llegar esta doctrina pastoral –que pretende contraponer, como si no debieran ir siempre juntas, a la justicia y al bien común– si nos fijamos en que, de aplicarse en sentido estricto y con todas sus consecuencias, llegaríamos al colmo de tener que calificar de «malos católicos» a los propios Reyes legítimos y sus herederos que han sufrido la usurpación por negarse a rendir homenaje a los sucesivos intrusos que les han despojado de los Reinos de los que son titulares. En fin, así concluye León XIII: «Sea como quiera de estas transformaciones extraordinarias en la vida de los pueblos, cuyas leyes calcula Dios y cuyas consecuencias ha de utilizar el hombre, el honor y la conciencia exigen siempre una sincera subordinación a los gobiernos constituidos en nombre de este supremo derecho, indiscutible e inalienable, que se llama razón del bien social. Y, en efecto, ¿qué serían el honor y la conciencia si fuera lícito que el ciudadano sacrificase a sus personales miras y a sus compromisos de partido los beneficios de la pública tranquilidad?». Sobre esto conviene hacer dos precisiones. Por una parte, hay que recordar el principio de que nunca se debe hacer un mal para conseguir un bien, es decir, nunca se debe cometer una injusticia como medio para alcanzar un (supuesto) fin bueno.

(Continuará)

Félix M.ª Martín Antoniano