Se ha hablado muy poco del nombramiento de la ex ministra de Educación, ilustre bilbaína y, como todos los ilustres bilbaínos con posibles, vecina de Neguri, Isabel Celaá como embajadora del Reino de España ante la Santa Sede. Fíjense en la cantidad de cosas interesantes de las que podríamos hablar, sólo a partir de esta frase: que una autodenominada socialista sea, también por autodenominación, lo suficientemente católica como para representar a su país ante la Santa Sede; que, socialista ella, viva en uno de los barrios más pijos, burgueses y exclusivos de España; que este país en el que vivimos tenga el cuajo de presentarse, internacionalmente, como un «Reino»; que el Vaticano del Papa Francisco, que ya le quitado el «Sacro» al Colegio cardenalicio y el «Santa» a todas las antiguas Congregaciones, siga conservándolo para acompañar el «Sede». Y aún un largo etcétera.
Me centraré en la cuestión de si resulta absolutamente imprescindible, dada la actual coyuntura político-eclesial, que los Estados, incluso los Estados «católicos», estén representados por diplomáticos (o, en este caso, por profesoras de inglés) obligadamente católicos ante la Santa Sede. No voy a entrar en la espinosa cuestión de si sería deseable o no que la Santa Sede estuviese, a su vez, representada, ad intra y ad extra por eclesiásticos católicos, porque daría para tesis doctoral y la brevedad es una virtud en estos tiempos que corren.
Por una parte, cada vez hay menos católicos, así en general. Y, si resulta difícil encontrarlos en los partidos llamados de «ultraderecha» (ni Marine Le Pen, ni Abascal, ni Melloni, ni Orbán lo son; al menos con mediana seriedad), cuyos programas electorales a veces ofrecen alguna semejanza –probablemente casual– con la Doctrina Social de la Iglesia, no quiero ni pensar en lo difícil que le resultará al PSOE o al SPD alemán hallar, entre sus filas, quien pueda sobrellevar, con un nivel socialmente aceptable de esquizofrenia, una doble vida como socialdemócrata y católico, a la vez. Por (contra)ejemplo, la muy católica Nancy Pelosi no lo consigue. Ni Biden.
En el PSOE ha habido muchos especímenes de autodenominados católicos, pero creo que no es necesario insistir en la contradicción insalvable entre «No matarás» y la Ley Aído, o entre «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» y el divorcio (que, es cierto, no aprobaron los socialistas, sino los tradicionalistas y de las JONS de la UCD…); e, incluso, entre «Santificarás las fiestas» y la policía granadina entrando a bombo y platillo en la Catedral un Viernes Santo en aplicación del draconiano (y, les recuerdo, inconstitucional) confinamiento, en el ya lejano año de gracia de 2020.
Por otra parte, en un alarde de caridad laica que procuraré que no se repita, creo que no sería justo exigirle del Gobierno del ínclito doctor Sánchez una representación en el plano internacional, ni siquiera para los escasas aunque muy importantes relaciones con la Sede petrina, encarnada por alguien que no comulgue plenamente con su Agenda deletérea y satánica «2030» [el mejor escriba echa un borrón…]. Seamos realistas: por mucho que España se diga «Reino» y por mucho que a Celaá el BOE y L’Osservatore Romano la llamen «Embajadora del Reino de España ante la Santa Sede», todos sabemos que ella, como cualquier otro embajador español, no es sino la representante pro tempore del Gobierno de turno. Otro tanto sucede, mutatis mutandis, con Roma, claro: una cosa es la Santa Iglesia y otra el gabinete papal de turno. Con la diferencia fundamental de la indefectibilidad divinamente garantizada de la Iglesia, contra la que no prevalecerán las puertas del infierno (por más que en ello se empeñen algunos de sus gobernantes). Al Reino de España nadie, y menos aún el Señor, le ha prometido semejante cosa. Así nos va.
Viendo, además, que a la diplomacia vaticana le importa más bien poco la propaganda fide (la propaganda, sin más, sin embargo sí que le interesa muchísimo), no creo que se considere un desafuero particular que la legación española esté dirigida por alguien que sólo tiene un barniz católico recubriendo un excelente artesonado mudéjar de estilo social-esturionado (o, en francés, de estilo gauche caviar). O, mejor aún, en la sintética y brillante fórmula de nuestra correligionaria Mónica Caruncho, lo que viene siendo una catolicarra.
El debate mudo a cuenta de la posible compatibilidad entre ideas socialistas (o socialdemócratas, por incluir al PP y a VOX) y algo que merezca remotamente llamarse «catolicismo» y, en consecuencia, la posibilidad de que nuestros sucesivos Gobiernos puedan presentar en el Vaticano algo que sea digno de ellos y, a la vez, digno de la Santa Iglesia (de la Santa Iglesia, no del gobierno eclesial accidentalmente existente del Papa Francisco), me parece que no lleva a ninguna parte y que puede ser sentenciado en pocas palabras.
Es exactamente el mismo problema que tienen los protagonistas de la simpar El cuento de las comadrejas, cuyas alabanzas no me he cansado aún de cantar. La película cuenta la historia de cuatro viejas glorias del cine argentino que viven semi enclaustrados en una casona aislada, olvidados por propios y ajenos, hasta que un día llegan a la propiedad, tras perderse en las llanuras pampeanas, dos jóvenes de la capital quienes, de hecho, resultan ser admiradores confesos de sus antiguas carreras artísticas. Él se deja guiar, como hipnotizado, por Mara Ordaz, la antigua primera actriz del drama nacional a su relicario personal, de viejos filmes y premios polvorientos. Ella juega una interesante partida de billar con el viejo guionista, viudo de la mejor amiga de Mara, bajo la atenta mirada de los otros dos: el marido, ex actor no demasiado talentoso y el cuñado, ex director y también viudo.
El duelo de ingenios se resuelve tanto con los tacos y los marfiles como con la lengua y las respuestas afiladas. Las tres viejas glorias perciben una inminente aunque indeterminada amenaza. La joven misteriosa se retira, muy enfadada, tras haberse dejado vencer. A la fulminante mirada de despedida de mi ex vecina Clara Lago, suceden tres comentarios:
«- ¡Es hermosa!
– Es soberbia…
– Es mala».
A veces no hay que darle demasiadas vueltas a las cosas para dar con la verdad (ésta es una versión de andar por casa de la navaja de Ockham). Ya sé que la inmensa mayoría de nosotros, hijos de la educación social-liberal tenemos problemas para aceptar el dogma del pecado original, pero hay que hacer un esfuerzo. De verdad que hay gente mala, aunque nadie sea malvado sin posibilidad de remisión. Pero, precisamente, porque hemos de procurar la remisión y salvación del malvado, no podemos permitirnos el lujo (y la falta de caridad), de cerrar los ojos a su maldad.
La noticia «Isabel Celaá, Embajadora del Reino de España ante la Santa Sede» suscitará, sin duda, tres comentarios:
«- ¡Es socialista!
– Es católica…
– Es mala».
G. García-Vao