La familia carlista

Transcribimos el pie de foto original: «Madrid. Banquete en honor de las minorías carlistas, celebrado el domingo último en los viveros. 1. Llorens. 2. Mella. 3. Ampuero. 4. Barrio y Mier. 5. Alcocer. 6. Conde Castillo Piñeiro. 7. Junyent. 8. Bofarull. 9. Llosas. 10. Bordas. 11. Allier. 12. Negueruela. Foto: Blanco y Negro».

Con frecuencia se ha dicho que el Carlismo, en cualquiera de las formas y denominaciones que ha recibido desde la proscripción de la dinastía legítima, no ha sido nunca un partido político. Menos frecuentemente, en cambio, se ha presentado una justa noción de lo que sí ha sido y aún es. Quizás Benigno Bolaños, alias Eneas, se haya acercado a bosquejarlo en el artículo que reproducimos a continuación para nuestros lectores, originalmente publicado el 26 de junio de 1909 en EL CORREO ESPAÑOL. Con ocasión del entierro de D. Matías Barrio y Mier, entonces Jefe Delegado de la Comunión Tradicionalista —jefatura que desempeñó durante diez años tras suceder al marqués de Cerralbo—, Eneas nos ofrece una descripción, no por enardecedora menos precisa, de la familia carlista, «porque familia y no partido político somos». El lector comprenderá la oportunidad de reproducirla en el día en que conmemoramos a Todos los Fieles Difuntos.

***

En tierra sagrada yace el cadáver del señor Barrio y Mier, al que acompañaron y despidieron ayer tarde en la estación del Norte las más altas representaciones de la familia carlista. Es el viaje anual, el último viaje que, después de los exámenes de ingreso en la eternidad, donde, como decía un discretísmo escritor, habrá obtenido nota de sobresaliente por sus méritos relevantes y por sus virtudes acrisoladas, emprende a las tierras de su querida Castilla, que le recibe como madre amorosa en su seno, labrando su sepulcro bajo los mismos amados horizontes que labró su cuna.

Allí descansará con sus restos venerados el perfume de sus virtudes, especialmente de su humildad y modestia, que en estos tiempos de ambiciones y arrogancias es la prenda más alta del alma humana; allí el rastro luminoso de su sabiduría, que vivió encerrado en aquel cerebro, palacio espiritual de seis carreras distintas, archivo portentoso de erudición, maestro educador de varias generaciones, que sabía expresar los secretos de la ciencia en forma clara, sencilla y hábil para acomodarla y hacerla asimilable a los más humildes; allí, finalmente, el recuerdo de aquella voluntad que llevaba a cuestas por el camino de la vida, sin doblegarse ni rendirse el peso de tantas ocupaciones, de tantos trabajos, de una actividad tan variada y constante que aun agotado su cuerpo no pudo vencer ni agotar su alma.

Y como concentrando y resumiendo todas estas cualidades, una piedad cristiana, fervorosa, y una lealtad de suizo o, por mejor decir, de castellano, que siempre son piadosos y leales los hombres trabajadores, pues sería un contrasentido y un absurdo que no cumpliesen sus deberes para con su Dios y con su Rey, los que para cumplirlos todos consagran al trabajo la vida entera.

Y amén de estos recuerdos tan esclarecidos, aún queda en el panteón de Verdeña el de otro, acaso de no tan raro valor, pero de mayor belleza. Es el recuerdo de su bondad, de su sencillez y dulzura. En la vitrina del corazón de nuestro pobre D. Matías había una dosis de candor y de cariño tan grandes que envolvía los hombres y las cosas: a veces se le creía un niño, hasta en los arranques de su genio y en las oleadas de su carácter, que venía a deshacerse en espumas siempre hacia la orilla del bien y de la indulgencia, compañera de la justicia.

Extraño parecerá acaso que en este lugar insista tanto en estos recuerdos inolvidables. No son para nosotros los carlistas un homenaje de adulación. Son palabras que toscamente va dictándome el corazón, lleno de ternura mientras escribo, y el secreto de estas palabras y de este sentimiento lo guardamos solamente nosotros los carlistas: es un secreto de familia, porque familia y no partido político somos. Familia que acaba de perder al que representaba a su padre, y así lo mira, con ojos filiales, con cariño, no de súbditos ni de cooperadores, sino de hijos. Esa idea de nuestra Monarquía y de nuestra política es la que más le agradaba a D. Matías; así la expuso en el primero de los discursos que en su segunda época de diputado pronunció en el debate político de 1891. Habló de la Monarquía paternal, y los oyentes, encantados más aun que de aquella voz clara, dulce y atrayente y de aquella dicción correctísima y precisa, de las ideas que estaba vertiendo, ideas que les parecieron románticas y sentimentales como las de una leyenda de patriarcas, exclamaban:

— ¿Pero es posible que se dé en la realidad algo así?

¡Sí! ¡Es posible! ¡Es cierto!

Y si lo dudáis, podéis ver a esta familia de carlistas, donde el ideal y el romanticismo toman carne, albergándose en su corazón. Aquí está la realidad viva y palpitante. Su Caudillo Augusto dispone sufragios, honor cristiano para el Jefe muerto, su Jefe Delegado los encarga, sus periódicos los piden, y todos saben que serán obedecidos, que no somos los carlistas una congregación de políticos unidos por los lazos fríos del interés, ni siquiera por los vínculos secos de la idea, sino hermanos en el amor, camaradas que dormimos acampados junto a la misma bandera, cristianos que caemos de rodillas ante la Cruz y levantamos en alto nuestras manos para decirle al Corazón divino: Señor, pídenos la lucha, pídenos la vida, pídenos la sangre para que con tu sangre preciosa se confunda en el río de los sacrificios.

Para amarte y servirte, Señor y Dios nuestro, somos en esta vida carlistas, y en la otra lo seguiremos siendo para tu gloria. ¡Que hay políticas! ¡Todas las políticas menos la nuestra! Hay políticas que para lo temporal sirven y para lo eterno estorban, mientras la nuestra sirve para todo, y quizá más para lo último que para lo primero, más para granjearse el amor de Dios que para alcanzar éxitos aquí abajo.

Y estos leales hermanos nuestros no miden las desgracias de familia con el cálculo del interés político, sino con el cariño, que en cierto modo establece entre nosotros una comunión como la de los Santos, en que las grandezas y los méritos de uno irradian sobre todos; y no hay carlista, por humilde que sea, que no se enorgullezca como con algo suyo propio y personal, con la elocuencia de sus oradores, con el arte de sus escritores, con la lealtad de sus veteranos, con la sabiduría e intransigencia  ideal de sus maestros,  y, sobre todo, con el valor, el heroísmo y el martirio de sus bravos soldados, Macabeos de la fe, cruzados de la legitimidad, patriarcas queridos de la España invencible y gloriosa.

Pues de la misma suerte irradian en ellos las desventuras, y cual si la familia carlista no terminase en el sepulcro, sino que se prolongase en la eternidad, hay entre nosotros comunidad de oraciones y sufragios, y no ya en el 10 de marzo, fiesta de los leales muertos, sino en todo el año, nunca faltan sufragios y oraciones a ningún carlista que muere. Ninguna pasa las fronteras del tiempo sin que le acompañen como escolta de honor las plegarias de sus hermanos. ¡Y la escolta que ha llevado D. Matías la envidiarían seguramente todos los príncipes y muchísimas dignidades de la tierra!

Esta es la familia carlista: agrupación histórica tal que no pudiera soñarla más noble ni más entrañable el alma de los poetas. Es la espiritual donde se ha ido recogiendo el espíritu de la vieja España inundada por las aguas revolucionarias, legión de caballeros con alma de apóstoles y corazón de cruzados medievales, familia orgullosa con el rico patrimonio de la historia nacional que sobre sus frentes reverbera, y más orgullosa aún que con la gloria de sus hazañas con el depósito sagrado de sus ideas inmortales.

Esta es. Ved si en familias como ésta cabe la idea de la defección, de la traición o de la disolución. Ved si es posible que alguno de sus miembros, desposados con el sacrificio, podrá atreverse a decir, en nombre de los otros, que se disolverán, como si fueran una mezquina y efímera oligarquía de intereses; que se despedazarán, como si no llevaran un siglo y muchos siglos unidos y concertados por el amor y el ideal; que se irán a la revolución constituida y triunfante, como si las canas venerables que blanquean cual corona de abnegación en la cabeza de los veteranos no fuesen testimonio vivo del juramento que contra la revolución, sus hombres, sus ideas y sus instituciones hicieron. Y si nos íbamos ¿quién recogería la bandera? ¿Quién se postraría ante el altar para orar por nuestros mártires? ¿A quién íbamos a entregar el tesoro de esta herencia de heroísmos y glorias que nimba con esplendores divinos a nuestros batallones donde forman las honradas masas?

¡No!

Esto es un absurdo. Esto, ni lo piensa, ni lo dice, ni lo quiere, ningún carlista, que todos los que ser carlistas sabemos, todos los que se han asomado al santuario del alma carlista y sienten como ella sienten, lejos de cansarse de vivir y de ser leales y de estar unidos con estos lazos benditos, no se cansan de compadecer a los que no nos comprenden y a los que no nos aman, ni se cansan de dar gracias a dios por haberles hecho vivir aquí, en el hogar y en el seno de esta familia envidiable donde no hay interés político ni material que no sirva en hermosa jerarquía a los intereses eternos, ni afecto humano que no se concierte y acuerde en feliz armonía con las santas exigencias de su Patria, de su derecho y de su fe…

ENEAS