Es de sobra conocido para los lectores de La Esperanza que D. Manuel García Morente identificaba en el caballero cristiano la simbolización del estilo español. Ahora bien, lo cierto es que esta hispana caballería contiene unas notas esenciales que la distinguen de cualesquiera otros paladines, aun católicos, y así nos ha parecido conveniente partir de las siguientes dos divergencias: nótese bien, ante todo, que la Monarquía Española conserva una integridad de principios políticos que muy pronto se abandonaron en el cuerpo de las demás coronas europeas, y esto resulta el más importante hecho diferencial de acuerdo con la problemática que estamos presentando; pero no es menos cierto que incluso en nuestra historia antigua, aquella sin conocimiento de Dios, se reflejaron ya unas formas que pronosticaban los ulteriores estilos de la Cristiandad hispana, en torno a lo cual vamos a ofrecer ahora unos pocos pareceres.
Tipus, que es un concepto teológico, quiere decir prefiguración de una cierta cosa en un momento veterotestamentario, y, aunque no nos detendremos ahora con ninguna teología, sí nos aprovechará que se utilice dicho término para la afirmación de estas observaciones historiográficas.
Pocos dudarán si aseveramos que uno de los más certeros compendios sobre las notas constitutivas de nuestra Monarquía se encuentra en aquella celebrada sentencia de D. Marcelino Menéndez Pelayo, quien contrapuso la razón de las Españas católicas frente al «cantonalismo de los arévacos y de los vetones o de los reyes de taifas». Ahora bien, fue la Protohistoria ibérica, de entre todas las regiones normediterráneas, una de aquellas donde más favorablemente se acogió el influjo combinado del Oriente homérico y del Oriente cananeo; esto es, en cierto modo, una primera reliquia del gran mestizaje hispánico; de suerte que ya durante la plena Edad del Bronce, algo antes del referido lapso orientalizante, se había ocasionado esta costumbre del cruzamiento tras el arribo de los jinetes esteparios (de los cuales nuestro genoma debe hasta un 20%). Muestras de que no se ha dicho exageración alguna, acerca del buen recibo de gentes orientales, las encontrarán ustedes en los pueblos argárico y tartésico, del sur peninsular, o en las motillas manchegas, y más tarde también en la isleña talayótica (junto al abrazo de la escritura alfabética, del alfar a torno, del olivo y de la vid, por mediación de los fenicios —cananeos de lengua semita—). Sobre el mismo Tartessos incluso se ha razonado que fuera la Tarsis bíblica, y los grandes príncipes íberos de la Edad del Hierro ulterior pagaron siempre para embellecer sus sepulcros al uso del Oriente.
Mucho después, Fray Jerónimo de la Concepción, O.C.D., en Emporio del orbe, Cádiz ilustrada (1690), recogió que sobre el antiguo templo fenicio de Melkart, luego dedicado a ritos hercúleos, había fundado el Apóstol una iglesia que daría nombre al gaditano islote de Sancti Petri, tal y como los españoles de la Reconquista purificaban con agua bendita los lugares mahometanos para darles mejor ventaja en Cristo.
No es de extrañar, por todo este viejo aliento de mescolanza, que los más célebres señores de Cartago encontrasen instrumentos para asentarse en relativa serenidad a lo largo del tercio inferior de nuestra península —aun con extraordinaria sangre derramada, pues el arrojo de los infantes hispanos se ha alumbrado siempre con un ánimo numantino, id est martirial—. Pero el caudillismo cartaginés, como antes la fortuna fenicia, no conoció freno alguno en los límites geográficos, y he aquí que la audacia del militar Aníbal Barca, atravesando los Alpes desde la Iberia, se nos presenta como un genio típicamente hispánico, clarísima prefiguración de humores irreductibles según lo fueron Hernán Cortés, San Francisco Javier o Juan Sebastián Elcano (en cuya victoria sobre los mares océanos resuenan, además, tanto el periplo de Hannón, navegante fenicio, como la homérica Odisea o el Diluvio vencido por los provechos de Noé —cuyo nieto, Tubal, tantos eruditos concluyeron genitor de la Iberia—).
Así pues, existió ya en estas tierras un remoto espíritu de Plus Vltra, alimentado entonces por las proezas del Bárcida, que ha sido muy distinto del temple franco: Vercingétorix congregó a todas las tribus de la Galia sólo porque debía resistir a César, y es que lo propio de cualesquiera franceses ha sido siempre parapetarse contra los reinos inmediatos, desde aquellas tierras suyas que estiman el centro de la historia —razón del galicanismo subsiguiente—; y cuando pretendieron surgir más allá de estos límites ordinarios lo hicieron de forma breve, con poca estabilidad, incapaces de sostener cualquier imperio (así Clodoveo como también Carlomagno, cuya idea de las Marcas no tuvo más fin que empalizar a la Francia entre nuestra península y las Germanias, según fue luego todo el Barroco franco).
Pues bien, junto al total de aquellos rasgos, que bien anunciaban desde antaño lo propio de la expansiva caballería española, se nos brindó durante la hacienda de Roma el conocimiento de la unidad imperial, federativa, tipus del Vtraque Vnum hispánico; y aún más tarde los Reyes godos, por reunir el testigo de todas las cosas valiosas, luego de la ruina italiana, vislumbraron con perspicacia la senda providencial de nuestra historia en un propósito restaurador que, al acordarse entonces la Sacrosanta Unidad Católica, por las gracias de Dios Nuestro Señor en reordenando la antiquísima naturaleza hispana, dispuso Su Amor Divino esta Monarquía misionera, federativa y martirial de las Españas, salvaguarda política del Su Reino, et qui vicerit et qui custodierit usque in finem opera mea dabo illi potestatem super gentes (Ap. 2, 26).
Rubén Navarro Briones, Círculo Tradicionalista San Rafael Arcángel