Deshojando la margarita: ¿Por qué soy católico?

Quizás no se hayan planteado nunca por qué son católicos. No me refiero a la pregunta, a la manera de Chesterton: «¿Por qué soy católico?», en el sentido de «¿Qué argumentos razonables se ofrecen a mi inteligencia para profesar la fe que profeso?». Ni tampoco a la pregunta del místico, ya muy avanzado en las vías de la contemplación: «¿Por qué Dios me ha concedido a y no a otros la gracia de la fe?». Me refiero, mediocremente, a la pregunta que me hice yo hace ya unos cuantos años: «¿De dónde te viene a ti la ridícula idea de ir a Misa todos los Domingos?».

Siempre he pensado, desde mis lejanísimos primeros pasos en las pantanosas aguas de eso que llaman Filosofía (que debe de ser un término deliberadamente ambiguo, ya que permite agrupar a gente tan diversa como Santo Tomás de Aquino y Carlos Marx) que, quien más quien menos, todo el mundo ha sido adolescente, con todas las miserias que ello implica. En particular, supongo que muchos hemos padecido el instante cartesiano de nuestra existencia en el que hemos aplicado la famosa duda metódica a todos nuestros presupuestos más elementales. Todo Descartes no es más que una adolescencia mental sin fin.

Cuestionarme mi asistencia dominical a Misa ―probablemente porque aquel día me costase especialmente levantarme (no entremos en detalles)― me condujo inevitablemente a hacer preguntas más y más generales, hasta llegar a la pregunta fundamental que es, por cierto, la que le hace Verdier a Ripalda, el cafetero, en La tabernera del puerto (seguro que algún columnista de este periódico podría escribir algo sobre la teodicea en la zarzuela): «¿Tú crees en Dios, Guadalupe?».

Sí, sí, claro que creía en Dios. Tampoco hacía falta exagerar. Por supuesto que yo era creyente. Curiosa palabra: es como una especie de participio, pero presente. Como oyente.

Creyente, como practicante, me parecían (y me parecen) dos vocablos casi burocráticos, que reducen la fe a un porcentaje de un estudio del Instituto Nacional de Estadística. No me agradó excesivamente reconocerme como tal. Sin embargo, me hacía mucha ilusión (y me la sigue haciendo) ser oyente, sobre todo cuando el locutor de la radio hablaba de «sus oyentes», ilusión que alcanzaba su paroxismo cuando (más antes que hoy en día), se completaba el sintagma con un pleonasmo típico de las ondas españolas: «los oyentes que nos están escuchando». Una ilusión, no por pueril menos real, me invadía cada vez que me oía interpelar así; un cierto orgullo, incluso que me hacía fingir que estaban hablando también de mí: «a nuestros oyentes les gustará esta pieza». ¡Y nos gustaba, claro! ¡Cómo no iba  gustarnos cuando nos la dedicaban con tanta delicadeza! Pero la magia se rompía al apagar el transistor: no era ya la oyente de nadie y pronto me olvidaba del asunto.

Sí, me gustaba mucho ser la oyente de Fernando Argenta y de sus Clásicos populares (detestadísimos y denostadísimos por la intelligentsia musical patria, no tanto por clásicos como por populares); y del P. Mundina y sus consejos sobre cuidado de plantas. No porque me interesara especialmente la jardinería, sino por la imagen bastante entrañable de un cura hortelano que siempre me inspiró. De Jiménez Losantos, Luis Herrero, Andrés Amorós, José Luis Garci, Luis Alberto de Cuenca y compañía, cuando aparcaban sus flamígeras filípicas políticas y se sentaban en la Tertulia de esRadio todos los lunes a hablar verdaderamente de cualquier cosa (recuerdo una conversación particularmente encantadora sobre teatrillos de papel); y a comerse una trenza de hojaldre cuyas alabanzas ocupaban, semanalmente, no menos de diez minutos de emisión.

Y en medio de este arrebato nostálgico, me dio por pensar que era creyente exactamente de la misma manera que era oyente. Que entraba en la iglesia a oír Misa y a comulgar con más o menos devoción; después, hacía la oportuna acción de gracias, procurando conformarme a los designios de la Divina Providencia; que me confesaba con toda humildad; que rezaba mi rosario diario y asistía a la Adoración… En fin, que mientras estaba «conectada» a la Divina emisora del Sagrario (permítaseme la imagen) yo era todo lo creyente que se podía esperar. Pero, ¿y al salir? ¿Y el resto del día? ¿O de la semana? ¿Cuántas veces llegaba la noche y me daba cuenta de cuán poco había pensado en Dios durante la jornada?

Y, sin embargo, lo dice el Señor mismo: «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada» (Jn 14, 23). ¡Pobre del cristiano que, estando en gracia, es todo él «habitáculo de la Santísima Trinidad» y deja morir los días sin acordarse una sola vez de tan divina compañía!

«El trabajo», «los niños», «las obligaciones» de acá y de allá, me dirán. Basta un pensamiento, una leve consideración; ponernos y poner nuestras acciones en presencia de Quien todo lo ve y nunca nos deja solos. Basta recordarse, con Santa Teresa: «Vuestra soy, para vos nací; ¿Qué mandáis hacer de mí?».

No seamos creyentes sólo en la iglesia; no seamos «oyentes de Dios». ¿De qué nos serviría? Cuando se apaga la radio el oyente ya no oye al locutor, pero oye todo lo demás. ¿Acaso el creyente sólo cree cuando se abre la puertecilla del sagrario?

«Vendremos a él y en él haremos morada». ¿No es un pensamiento como para llevar con nosotros todo el día?

―«Y tú, ¿crees en Dios, Guadalupe?

―¡Sí, Señor! Pero, ¡tan poco!»

Guadalupe Cordero