
Dos noticias relativamente recientes procedentes del extranjero han tenido un eco absolutamente espectacular, a la par que inesperado, dado el carácter, en principio local de ambos acontecimientos. Atención sorprendente, asimismo, porque ninguno de ellos reviste consecuencia práctica alguna para la vida de millones de personas en todo el mundo. Sin querer, desde luego, quitarles importancia, no puedo dejar de confesar mi perplejidad por los insospechados alcances sentimentales de la globalización. Sin embargo, he renunciado a intentar comprender por qué medio mundo sigue hablando, semanas después, de la fallecida monarca inglesa. Mi inteligencia no da para desentrañar los posibles motivos. Sin embargo, tras haber meditado largamente el asunto, creo poder arrojar algo de luz al enorme interés suscitado por otro acontecimiento (verdaderamente trágico, éste sí), que tuvo lugar en París hace algunas semanas.
No quiero parecer cínica, porque no lo soy. Ni inconmovible, porque tampoco lo soy en absoluto y el relato de los atroces hechos que rodearon la muerte de la rubicunda y angelical Lola (si las fotografías no mienten) me dejó en un estado de profundísima desazón. Pero si hacemos el esfuerzo de observar los hechos con una cierta frialdad policial (o forense, tanto monta) nos veremos obligados a reconocer que, lamentablemente, el asesinato de una niña de 12 años no es un hecho que se salga enteramente de lo común. Numerosos, desgraciadamente, son los ejemplos que vienen a la memoria, sin necesidad de salir de España. Y no me cabe la menor duda de que la cría francesa en cuestión ni siquiera fue la única niña asesinada en el mundo en aquella trágica jornada.
No se esperen una filípica contra el racismo ni que me ponga a decir que los pérfidos medios occidentales conceden mucha más importancia a un solo asesinato en un suburbio parisino de una niña, porque es blanca, rubia y francesa, que a cientos de mutilaciones, violaciones y malos tratamientos que cada día tienen lugar en tantas partes del mundo (el África mahometana, Afganistán, Pakistán) ante el silencio cómplice de Occidente. Por una parte, esa cantilena ya la conocen. Y si no la conocen, deberían conocerla, porque tiene una buena parte de verdad. Pero, por otra parte, la caridad también tiene un orden, como explica muy bien Santo Tomás, y es bastante natural que nos afecte más la desgracia de alguien que nos es geográfica y culturalmente próximo. Por supuesto esta es una apreciación subjetiva que en nada enerva la gravedad de los hechos: tan asesinato es el de una cría en París como el de otra en Kabul. Pero no creo que haga falta insistir en que la proximidad natural de un florentino o de un segoviano le haga sentir (insisto «sentir», y no «pensar» o «juzgar») aquél como un hecho que le interpela más directamente que éste.
Pero, en fin, lo más llamativo del caso no es eso, sino que la perplejidad y la confusión siguen con nosotros semanas después del hecho, cuando numerosas noticias, siguiendo el curso habitual del mecanismo de «insensibilización por sobreestimulación» de los medios de comunicación, ya deberían haber hecho su trabajo y haber borrado de nuestras memorias el recuerdo de una melena rubia y unos ojos claros con un destello de infantil travesura.
Creo que lo que retiene nuestra atención y entrecorta nuestra respiración en este asunto es que la realidad de los hechos (pendiente siempre el juicio infalible de la Santa Madre Administración de Justicia) no concuerda en absoluto con nuestros, también bastante naturales, prejuicios acerca del crimen y sus perpetradores.
Yo lo confieso sin vergüenza ninguna: cuando leí que una cría de 12 años había sido secuestrada, torturada, violada y asesinada, inmediatamente me formé la imagen mental de algún desaprensivo. «O». Masculino. Un tío: esas cosas las hacen los hombres y, generalmente, un cierto tipo de hombre de mediana edad, de aspecto más bien repulsivo y que a menudo tiene un pasado de tortuosa relación con su propia madre. No sé si mi imaginación criminalística ha sido catastróficamente formateada por el cine y las series estadounidenses, pero estoy segura de que no fui la única que razonó de manera semejante. Son, estadísticamente, hombres los que violan; y, casi sin excepción, hombres los que cometen abusos sobre menores. Que yo (y mucha gente) posea un prejuicio semejante no puede ser fruto de un conocimiento empírico de las estadísticas criminales. Es producto de una colección más o menos inconsciente de casos particulares elevada a la categoría de «ley sociológica», si se me permite la palabrota. Que tanga gente (y yo) tengamos una respuesta probable –y estadísticamente funcional– a la pregunta «¿quién ha violado y matado a esta niña? », supone dos prejuicios (literalmente hablando: dos juicios previos): que, de manera general, el Hombre peca y, por tanto, comete crímenes y que, además, en el multiforme cosmos de la miseria humana, se verifican ciertas leyes estadísticas por las que asociamos ciertos comportamientos inmorales a cierto tipo de sujetos. Pero, estos prejuicios, ¿acaso no ponen en cuestión, de manera radical, el mito del hombre bueno de Rousseau sobre el que reposa, gigantesco ídolo con los pies de barro, todo el Estado moderno?
Reformulo la pregunta para dirigírsela al liberal convencido: Usted, que cree que el hombre es naturalmente bueno, que el crimen es un hecho absolutamente fuera de lo común, perpetrado por un ignorante moralmente irresponsable, ¿cómo tiene el valor de pensar que un determinado tipo de crimen es cometido generalmente por un tipo determinado de persona?
Pero aún hay más: el asesino no es un asesino, ni el violador un violador. Es una mujer. Y una mujer joven, de tan sólo 24 años. Una asesina, torturadora y violadora. Se nos cayeron a todos los palos del sombrajo.
Tal vez, como decía, eso explique por qué seguimos hablando del tema, semanas después. Tal vez eso sea un indicio de que el mal existe y que existe en nosotros mismos y que el Hombre no está, ni siquiera el bautizado, íntegramente a salvo de los efectos de la Caída. Y también que, como nos probó hasta la saciedad el siglo XX, el mal aún puede sorprendernos con horrores que rompan nuestros esquemas y desmientan nuestros prejuicios. Y quizá esto último pueda darnos una pizca de esperanza, pues es un gran consuelo darse cuenta de que tenemos menos imaginación que el mal.
No obstante, ya dice el Apocalipsis en su capítulo XXI que, al final de tantas miserias y sufrimientos «Dios enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá muerte, ni llanto, ni clamor, ni habrá ya más dolor». Quizás la pequeña Lola esté ya gozando de todo ello, con una plenitud que nos es insospechable.
Descanse en paz.
Guadalupe Cordero