La última vez que el paciente pueblo italiano aceptó sin demasiados sobresaltos que un señor al que no había votado nadie tomase las riendas de su Gobierno (y, por «última vez», entiendo antes del Sr. Draghi), el ocurrente humorista de cámara del Telegraph londinense publicó una viñeta en la que se veía a dos buenas amas de casa charlando; la única línea de texto, al pie de la imagen (como es costumbre en el mundo anglosajón) rezaba: «El secreto para que la pasta quede al dente es cocerla el tiempo que dura un gobierno italiano». No me consta ninguna represalia proporcionada, en estas últimas semanas, por parte del humorista de cámara del Corriere della Sera (u otro), pero creo que habría sido una elegante venganza publicar una viñeta similar cambiando al ejecutivo italiano por el británico. Y es que el trusstazo (con perdón), ha sido de órdago. La buena de Liz no nos ha dado, ni siquiera, la oportunidad de escribir sobre ella.
Porque no es de ella de quien voy a hablar hoy. Una primera ministra ha tirado la toalla (o la cartera o la tetera de Downing Street, o lo que sea) y otra acaba de tomar posesión de un flamante despacho en el Quirinal. Y en el vertiginoso mundo en el que vivimos no es legítimo mirar hacia el pasado, ni siquiera para reírse.
Mis amistades italianas no se muestran enteramente entusiastas con la elevación de Giorgia Meloni a las altísimas cumbres del ejecutivo de la Repubblica. Por no decir que se muestran enteramente escépticas al respecto de lo que pueda esperarse de la, supuestamente ultraderechista y supuestamente ultracatólica líder de los Hermanos de Italia:
«Son todos iguales: la Melloni [como ellos dicen], propondrá dos o tres cosas buenas, el Parlamento las rechazará, Europa protestará y ella acabará sometiéndose. Como todos los demás».
Y es verdad que ya cada vez se oye menos hablar del otrora famosísimo, malignísimo y perversamente racista Grupo de Visegrado. Y también es verdad que Polonia y Hungría han bajado bastante el perfil euroescéptico y pro-familia tradicional. Y no piensen que la sumisión al pensamiento único comunitario es un defecto exclusivo de las llamadas derechas: haríamos bien en recordarnos que la temida y temible Syriza griega de Tsipras y toda la tropa anti-troika [felices aquellos días en que Pablo Iglesias sólo era un profesor con ínfulas que daba discursos en la Puerta del Sol y Podemos sólo era una entelequia] no hicieron absolutamente nada y hoy Grecia ha vuelto a ser pacíficamente gobernada por la sucursal local del PP.
Lejos de mí entrar en consideraciones sobre misteriosos grupos de presión en forma de señores bien trajeados y con corbatas rojas (todo el mundo sabe que la corbata roja es el símbolo universalmente reconocido del poder corporativo en acto); o en forma de reuniones de politicastros que acuden al cacareo de uno u otro príncipe europeo en algún exclusivo y bien aislado hotel de los Alpes suizos; o en forma de señores y señoras con mandiles que llevan a cabo rituales más o menos satánicos y en todo caso anticristianos, se llamen Masonería, Rotarios o lo que fuere. Todos los grupos mencionados y todos los que he olvidado mencionar tienen en común, como causa eficiente, la pasta; como causa motriz, el poder; y como causa ejemplar, a la familia Rothschild.
Que el poder es atractivo es un lugar común y es una evidencia que no admite argumento en contrario. Que todo el mundo tiene un precio es una forma rebuscada y cínica de decir que todo el mundo es capaz, en un momento dado y con el oportuno aliciente, de traicionar sus más elevados ideales morales o, lo que viene a ser lo mismo, que es capaz de pecado. Frase con la que estoy, claro, perfectamente de acuerdo, siempre que se le añada el complemento circunstancial «si Dios no lo remedia». Así que no tenemos derecho a sorprendernos si, de aquí a pocos meses la ultracatólica y ultraderechista Primera Ministra de Italia acaba actuando «como todos los demás».
En la simpatiquísima La niñera mágica, de la que ya hemos tenido ocasión de hablar, también hay un personaje que, por su indisimulado esnobismo se ve confrontado a una irresistible tentación de traicionar sus ideales: la divertidísima –y bastante insufrible– Sra. Quickly (o «la viuda negra rosa», interpretada por Celia Imrie), tras un encuentro especialmente desafortunado con el viudo y cargado de hijos Sr. Brown (Colin Firth), se ha marchado muy airada y despeinada de su casa tras abofetearle y acusarle –injustamente, tras ser inducida a error por las interminables trastadas de los vástagos Brown– de ser «un bribón y un caradura».
Tras estos lamentables acontecimientos, el Sr. Brown, con más vergüenza que otra cosa, decide finalmente explicar a sus hijos que la ridícula idea de contraer matrimonio con la rubicunda viuda no tiene más objeto que asegurarse la pensión que, bajo esta humillante condición, su tía política lady Adelaide (interpretada por una temible Angela Lansbury) ha decidido seguir abonándole. La diabólica tropa que componen sus descendientes, que son malos pero no del todo y, sobre todo, no son imbéciles, decide presentarse en la vivienda de la Sra. Quickly para presentar sus más patéticas excusas. En la puerta de la casita, una suerte de Petit Trianon de María Antonieta en un persistente rosa pompadour, tiene lugar un curioso diálogo en el que la airada dama se niega a aceptar cualquier tipo de justificación al comportamiento inenarrable del Sr. Brown, hasta que uno de los niños pronuncia las palabras mágicas. A la mención de la citada pensión, el rostro de la viuda se ilumina repentinamente:
«–¿Dinero? ¿Qué dinero?
– ¡El dinero de la tía Adelaide! –contesta una–
– ¡Lady Adelaide Stich! –remata, enfáticamente, otro–».
Como si se tratase de un infalible sortilegio obtenido en la cabaña con patas de gallina de una bruja que viaja subida en un mortero [el folklore ruso es bastante singular], la transformación de la Sra. Quickly es automática:
«– Mmmm…. ¡Lady….!».
Sin solución de continuidad, el filme nos muestra a la antedicha señora atravesando atropelladamente el umbral de los Brown para darle al cabeza de familia una nueva oportunidad de pedir su mano. El resto, ya lo conocen.
Pues eso. Llámenme fatalista, si quieren. Lo soy tanto como mis amistades italianas. No sé cuándo será, ni si la oferta tendrá la forma de un maletín, de un chalet en el lago Leman, de la oportunidad de emparentar con alguna familia con la cartera bien repleta por los cuatro costados, de un segundo mandato en el Quirinal o, simplemente, de la jugosa oferta de no aparecer flotando en el Tíber, pero no dejen de estar atentos a sus periódicos ni a sus noticiarios. Un día la Meloni, como afectada por algún infalible sortilegio, obtenido en el château rodeado de viñedos de algún distinguido banquero de origen mosaico, abandonará la estéril guerra contra Europa y la Agenda 2030 y entonces sabremos que habrá tenido lugar alguna bellísima escena de conversión:
«– Mmmm… ¡Primera Ministra!»
G. García-Vao