La esencia liberal de toda Constitución, incluida la franquista (I)

El primer sucesor de la antidinastía liberal fundada e inventada por el General Franco, acude junto con su esposa a votar en el referéndum del 6 de Diciembre de 1978 para la ratificación del proyecto de Constitución

Con ocasión del referéndum para la actual Constitución de 1978, Rafael Gambra redactó para las páginas de El Pensamiento Navarro (26/11/78) unas líneas tituladas «El porqué de un “no” reduplicativo», donde da cuenta de las múltiples razones –sin lugar a dudas, todas ellas fundadas– que diversas voces católicas presentaban para su absoluto rechazo. «Sin embargo –recalca el ilustre autor legitimista–, al aconsejar que se vote “no” a esta Constitución, se omite una razón, que es primaria, previa y principal, en cuya virtud las otras –por muy altas y sagradas que sean– lo serán “a mayor abundamiento”. A la Constitución ha de votarse “no”, por el mero hecho de ser Constitución. Ningún católico, ningún creyente, puede asentir a una Constitución, a cualquier Constitución». En puridad –matizamos nosotros–, para repudiarla no haría falta participar (= votar) en los espurios cauces diseñados por los propios padres (= revolucionarios) de la criatura. Precisa a continuación el Profesor Gambra: «aunque la Constitución comenzase con una afirmación expresa de catolicidad, también tendría que ser rechazada por un católico». Y, tras poner el ejemplo de la Constitución de Cádiz, explica esa importante afirmación: «¿Por qué? Simplemente porque la Constitución es un concepto [que] se concibe como acto constituyente [procedente] de la nación, emanado de la soberanía nacional o voluntad general. Esta soberanía nacional o voluntad popular sustituyen, a partir de la Revolución, a la “gracia de Dios”, a Dios mismo, como principio y fundamento de la legislación y del orden político. Cuanto en una Constitución se escriba, se hace como emanado de una convención o acuerdo de voluntades humanas, nunca como reconocimiento de algo que existe por sí y que trasciende a esa voluntad humana. La propia afirmación de catolicidad del Estado –e incluso de unidad religiosa– significaba, en [las] Constituciones, no un reconocimiento de la existencia de Dios y de su ley, sino parte de la voluntad general en su expresión constituyente».

Las Constituciones son todas ellas anticatólicas porque tienen como finalidad «consagrar» una injusticia (transgresión original condicionadora, a su vez, de cualquier otra injusticia ulterior del poder usurpador); es decir, tienen como objetivo servir de cobertura «jurídica» a un intruso (o grupo de intrusos) de turno que se erige a sí mismo, por la sola «razón» de la fuerza bruta y de la voluntad, en nueva potestad suprema sobre las familias españolas, hollando y pisoteando la legalidad de la multisecular Monarquía española. Por lo tanto, las Constituciones son todas ellas ilegales y nulas de pleno derecho, y no pueden, por consiguiente, recibir el acatamiento o aceptación de ningún católico. Evidentemente, un instrumento que tiene como razón de ser la «bendición» o «santificación» de un flagrante atentado contra el derecho y la justicia, no puede fundamentarse, en última instancia, en el respeto a la Ley de Dios y la moral natural y cristiana (protectoras, por definición, de todo derecho y justicia). Por este motivo, las Constituciones tendrán que buscar su «fundamento» en otra parte, que –como muy bien lo expone Rafael Gambra– se localiza en ese nuevo «principio» gratuito y arbitrario del «ius»naturalismo racionalista llamado «poder constituyente», el cual es ejercido, «en nombre de La Nación», por un sujeto (o un conjunto de sujetos) que se autoproclama como el auténtico portavoz e intérprete de la «voluntad de La Nación».

Debido a todas estas causas, los católicos –defensores de la justicia, tal y como les manda la Ley de Dios– no pueden aceptar ninguna Constitución, aunque en ellas aparezcan declaraciones explícitas de supuesta fidelidad, sumisión o defensa de la Religión e Iglesia verdaderas como norma directriz de la nueva potestad ilegítima. Estas expresiones en una Constitución hacen el mismo efecto blasfemo (contra el Segundo Mandamiento de la Ley de Dios) que si aparecieran en los estatutos de una cofradía de piratas como norma directriz para regular la gestión de sus botines. Toda Constitución tiene su origen en un acto antijurídico original, y posee como «base» exclusiva la nuda voluntad del poderoso del momento (ejecutada, eso sí, «en nombre de El Pueblo»). Consecuencia lógica de esta naturaleza voluntarista de toda Constitución, es el hecho de que ninguna de ellas valga más que el papel en el que están escritas y puedan sustituirse unas por otras sin ningún problema, pues nunca caduca ese «principio» voluble del «poder constituyente» que les da la vida a todas. Incluso varias de ellas, de forma congruente, prevén mecanismos de reforma que permiten su total y absoluta derogación, lo cual es prueba más que suficiente para hacernos una idea precisa del valor de la «garantía» y «seguridad» de esas manifestaciones de «acatamiento» e «inspiración» en la vera Religión que puedan aparecer en sus textos. Por eso, nos resulta extraño que Gambra, en ese mismo artículo, exceptúe a la Constitución franquista del número de Constituciones que la Revolución ha venido implantando en suelo español hasta la de 1978, pues guarda con todas ellas la misma naturaleza.

(Continuará)

Félix M.ª Martín Antoniano