La primacía del bien común. Réplica al P. Francisco José Delgado

No sigo al P. Francisco José Delgado con asiduidad, más allá de las ocasiones en las que comparten conmigo algún contenido suyo. Hace unos días, me enviaron un comentario realizado por él a raíz de una entrevista de D. Luis Argüello, arzobispo de Valladolid. El contenido incluía, además, unas reflexiones a raíz de una conferencia organizada por la Conferencia Episcopal ciertamente desafortunada. Con el título del artículo, tomado de la confrontación de Charles de Koninck contra los personalistas, quisiera enmendar parte del contenido de lo sostenido por el P. Francisco José Delgado.

Considero que el apostolado del bien común, de andamiaje primero natural y, luego, sobrenatural, debe realizarse sobre unos fundamentos irrenunciables que de no poseerse, pueden malograr la ardua empresa.

Las palabras comentadas de D. Luis Argüello venían a señalar las limitaciones de VOX como estrategia para los católicos, pues su «neoliberalismo» no es asumible para éstos. Éste es el núcleo de las precisiones que me veo en la obligación de hacer. 

Liberalismo, neoliberalismo, libertarismo…

La primera cuestión que debemos abordar es nominal, no con la intención interesada de contraposición de causa y efecto, sino de indagación sobre el núcleo del problema.

El P. Francisco José Delgado se enzarza en la distinción semántica, recurriendo a fuentes poco serias, persiguiendo una distinción forzada. Así las cosas, el liberalismo quedaría acantonado por su efecto, el Estado; el neoliberalismo se identificaría como un collage magmático empleado o configurado por sus adversarios intervencionistas; por último, quedaría el libertarismo, que el P. Delgado sostiene como opinión personal, pero que no termina de exponer más allá de algunos esbozos. Esta lectura resulta forzada y superficial, pues no se refiere a la esencia del liberalismo como tal.

El liberalismo, siguiendo a Danilo Castellano, postula una libertad esencialmente entendida como reivindicación de una independencia del orden de las cosas. El hombre escéptico, como sostienen la totalidad de autores liberales, no conoce el orden, de lo que se deduce que no conoce la causa final, esto es, el bien. Por ello, el bien se termina mimetizando con la voluntad, privada de la presentación del juicio de los actos realizado por la razón. Este es el núcleo de la cuestión, que aparece ya en León XIII (Libertas Praestantissimum, nn. 12-14) cuando se refiere a la dimensión vinculante del orden creado en el obrar individual y social del hombre.

Los llamados neoliberalismos, por ejemplo, parten del principio liberal, aunque desarrollen postulados diversos; mejor, entienden que el triunfo efectivo de la liberación del hombre pasa por la asunción de estos nuevos matices, a modo de causa eficiente con idéntica causa final. Así, Locke justifica la existencia del Estado y la subordinación a éste, Kant favorece el republicanismo liberal y Hayek pretende delimitar ámbitos competenciales en el seno de una situación estatal efectiva, por poner algunos ejemplos. Pero Locke (Ensayo sobre el entendimiento humano, IV, XVII, 2), Kant (Reflexiones sobre filosofía moral, 6636) o Hayek (Conferencia de la Mont Pélèrin Society celebrada en Tokio en septiembre de 1966) operan sobre la base del escepticismo, por lo que desembocan en una concepción negativa de la libertad, libertad sin más regla que sí misma, esto es, sin regla (Segundo tratado sobre el gobierno civil, III, 17; Fundamentación para una metafísica de las costumbres, III; Principios de un orden social liberal, III).

De esta forma, el liberalismo en tanto que naturalismo, socava la proyección del orden natural en la comunidad de los hombres, pues su matriz subjetivista y escéptica no conlleva sólo la aparición del Estado como sustitutivo o monopolizador de la política, sino que éste es un efecto de una causa más profunda, la rebelión de la criatura al orden creado, el non serviam que decía León XIII aplicable a los liberales.

Santo Tomás. La sustancialidad natural y la accidentalidad de la gracia

El P. Delgado parece tener inquietud por el Angélico, como demuestran algunas de sus publicaciones. La exclusión de la doctrina tomista en el análisis de la cuestión implica las incorrecciones en las que se incurren.

El problema que radica tras las ideas liberales, en este caso libertarias, es que con la bandera de la antiestatalidad no se combate el Estado como artefacto protestante moderno, sino que con él se lincha al principio de autoridad. Veámoslo.

La política es ciencia y arte del bien común (Sentitia Politic. pr. 5-7: «si igitur principalior scientia est quae est de nobiliori et perfectiori»). El hombre, social por naturaleza, se encuentra en el entramado de tres realidades, naturales todas, que coexisten contemporáneamente para el cumplimiento del fin intrínseco humano, que es primero natural y luego sobrenatural: familia, sociedad y política. La contemporaneidad implica que responden a la naturaleza, principio de movimientos según la forma particular de ser (S. th. III, q. 2, a. 1, resp.), y no a la exclusiva voluntad. Además, se precisan de forma jerárquica, siendo el bien común el bien más perfecto y causa final de la política. Por ello, la sociedad es la causa material sobre la que la política imprime la forma, que tiende al bien común, no al revés. El libertarismo del P. Delgado le lleva a elogiar el «societarismo», ideología antiaristotélica que postula la causalidad formal en la sociedad y no en la política.  

Por otro lado, la sociedad se encuentra ordenada, entendiendo por orden la disposición de lo igual y lo desigual (S. th. I, q. 96, a. 3, s. c.), tendente al bien al ser Dios el agente ordenador, fin en sí mismo. La política es exigencia del orden natural, como veíamos, de lo que se deduce que las ideologías, en tanto que racionalistas, son contrarias al orden en tanto que lo niegan o, al menos, niegan su dimensión vinculante, y con el orden desaparece el criterio del mismo, el fin o el bien.

La familia o la sociedad lógicamente tienen fines propios y se dirigen a ellos, pero es misión de la política la armonización de éstos con el bien común, pues «finis proximus non excludit finem ultimum» (S. th. I, q. 65, a. 2, ad. 2). Es más, sostiene el Angélico que sin el bien común no se pueden alcanzar los bienes particulares (S. th. I-II, q. 12, a. 3, resp.). La concepción del bien gringa, identificada con el individuo en su parcela apuntando al recaudador de impuestos carece de base en la doctrina católica.

De ahí la dimensión antipolítica de los elogiados por el P. Delgado «principios no negociables», pues existe una pretensión voluntarista de conquistar bienes sobre la falsa neutralidad del sistema antipolítico, liberal por cierto. El fin determina los medios, por lo que el Estado liberal no lleva al bien per se; si se obtiene un bien con medio malos (en contra de la sentencia non sunt facienda mala ut veniat bona) será per accidens.

El liberalismo, que se afirma sobre la soberanía, la libertad negativa, la neutralidad religiosa, etc., es una concepción antipolítica, contraria al orden de las cosas y enemiga ontológica del bien común. No sólo por su individualismo medular, sino por la negación de la realidad de las cosas. Los partidos liberales, VOX incluido, no representan «legítimas opciones», sino concreciones antimetafísicas y, por ello, antirreligiosas. La gracia presupone la naturaleza (S. th. I, q. 1, ad. 8), pues es la naturaleza la sustancia sobre la que se opera; la negación de orden natural imposibilita la acción de la gracia en la vida social, más allá de su intervención particular, que no es de lo que se está hablando. 

Una cordial recomendación

La crisis en la Iglesia precisa de un combate por la Verdad cuyo precio es elevado; más en el caso de los eclesiásticos, cuya dependencia material descansa en portadores de la confusión que se pretende atajar.

Esta labor precisa de una recta formación, pues lo contrario sólo contribuye a la confusión. La Tradición no es patrimonio nuestro, sino que es nuestra labor la transmisión de ésta en deber de piedad. Por ello, debemos ser cuidadosos y no contaminarla con ideologías, grupos o ambientes, que lo único que comparten con la Tradición es su marginalidad, derivada de razones variopintas que, a la postre, ensucian el tesoro que estamos llamados a preservar. Por ello, no puede evitar cerrar esta réplica con el consejo evangélico que sigue: «Nolite dare sanctum canibus: neque mittatis margaritas vestras ante porcos, ne forte conculcent eas pedibus suis, et conversi dirumpant vos» (Mt, VII, 6).  

Miguel Quesada Vázquez, Círculo Hispalense