A vueltas con el tiempo libre (I): Elefantes en pijama

Fotograma de la película «Todos dicen I love you»

La aparición del capitán Spaulding (personaje de Groucho Marx) en la historia del cine es breve: se limita a la película Animal Crackers. Sin embargo, resulta lo bastante trascendental como para ser objeto de un importante (y, francamente, muy divertido) homenaje en Todos dicen I love you, de otro gran comediante de ascendencia hebrea, Woody Allen. En el musical de Allen, a medio camino entre la comedia romántica de gusto hollywoodiense y un guión de José Luis Cuerda, Allen y Goldie Hawn asisten en París a una velada de homenaje a Groucho Marx en la que un grupo de bailarines ataviados con gafotas y mostachos, reproduce en un delirante franglés carnavalesco el glorioso himno ¡Hurra por el capitán Spaulding! de la película original. Un canto bastante tonto, pero que ha atravesado generaciones. Y es que la entrada en escena del «célebre explorador del África» no tiene desperdicio. Ante la expectación general, el veterano aventurero y cazador cuenta una de sus más famosas historias, en la que se llevó a casa uno de sus más valiosos trofeos…

«― Una mañana cacé un elefante en pijama… Lo que aún no comprendo es cómo pudo ponerse mi pijama».

Es verdad que cada uno se entretiene como quiere y como puede. Y si se esperan que, con esta introducción, pase inmediatamente a verter una injuriosa invectiva more Laudato si’ contra los cazadores de elefantes en general y contra los que, de entre ellos, además perpetran la máxima representación del Estado español en particular, siento decepcionarles pero no van por ahí los tiros (dicho sea con toda la intención). En sí misma, la cacería de especies en peligro de extinción, siquiera a cargo del erario público, no me parece el elemento más grave de esa triste historia. Muchísimo peor es la cacería de ricachonas divorciadas (desgraciadamente, especie muy lejos de la extinción), a costa de un adulterio público (y regio).

Me dispongo a tratar un asunto mucho más general, que es el del «tiempo libre». Una expresión que, vaya por delante, me parece sumamente repugnante, despreciable y que la Real Academia debería encargarse de exiliar de toda lengua y toda pluma que se precie. Porque un tiempo «libre», como dijo una vez un sabio profesor de Antropología Filosófica de la Universidad Complutense de Madrid, al que ya hemos citado hablando del descanso y la fiesta, es la contraposición abstracta del tiempo «de trabajo». Me permito reiterar aquella tontería de «trabajar con la esperanza del descanso». E insistir también en que esto, amigos y lectores, «apesta a marxismo». Y no al de los citados hermanos, precisamente.

Efectivamente, concebir el tiempo libre como algo que se opone (cuasi dialécticamente y perdonen por la palabrota) al tiempo de trabajo, parece suponer que uno y otro se exigen mutuamente: es decir, que el trabajador tiene, por su misma condición de trabajador, un derecho inalienable a una cantidad proporcional de horas de no-trabajo (lo cual, en principio, parece razonable); y que, en consecuencia, el tiempo de no-trabajo es algo a lo que se tiene derecho única y exclusivamente cuando se dedica otra cantidad de tiempo a trabajar. Lo cual ya no está tan bien. Porque quizá muchos de nosotros, transidos como estamos de una cierta miasma jacobina, estaremos tentados de afirmar que aristócratas y grandes propietarios no tienen derecho a la continua holganza porque no trabajan. Pero tal vez empiecen a aparecer más objeciones si se pretende afirmar que las monjas carmelitas y los cartujos también deben contribuir a «mover la economía» antes de dedicar sus horas libres a la contemplación.

Un hobbit

El problema principal es que llevamos ya un siglo largo metidos en una dinámica de trabajo-tiempo libre y que hemos aceptado sin muchos dolores que, de la misma manera que nuestro trabajo está perfectamente determinado por ciertas condiciones materiales, jurídicas y sociales, nuestro tiempo libre también lo debe estar, de suerte que hemos acabado reemplazando un indefinido e indeterminado «pasar el rato» por una cosa tan, tan espantosa, que hasta ha merecido la incorporación de un (otro) anglicismo a nuestra lengua: el hobby. Y no el hobbit, que lo he visto escrito más de una vez (siendo, dicho sea de paso, el hobbit, amén de un anglicismo esta vez sí aceptable, una de las criaturas menos susceptibles de ejercitar hobby alguno, por tener, naturalmente, una concepción particularmente saludable del trabajo y de la vacación).

Si bien es cierto que, como ya aventuramos a cuenta de la fiesta y todo el trabajo que requiere, es bueno y natural que el descanso sea, además de ocupado, ordenado en vista de algún fin (preferentemente comunitario), no deja de resultar inquietante ese tiempo libre que se contrapone al trabajo y que supone que, como el trabajo, pueda ser organizado desde fuera. Por un Estado, por ejemplo. Un ocio y un descanso que puedan caer bajo las consignas de, pongamos, un Plan nacional de Deportes, se parece sospechosamente a una prescripción médica. Que no son malas, por supuesto, pero yo no le confiaría a mi cardiólogo la organización de mis vacaciones de verano.

El hobby es, precisamente, eso: una actividad más o menos reglada por el Estado mismo, en sus diversas ramas (como el deporte en los polideportivos y en las diversas federaciones y confederaciones); o por organizaciones de interés económico-empresarial, toda suerte de clubes y asociaciones de amigos de cosas, y por cualesquiera otros entes que, muy a menudo, lejos de constituirse en trasuntos posmodernos de cuerpos intermedios de solidaridad y apoyo mutuo para sus integrantes, son verdaderos negocios que imponen una serie de gastos y gravámenes a sus miembros bajo el pretexto de que es así o asá como se ha de cultivar el hobby en cuestión: Al chaval que jugaba al fútbol en la plaza con sus amigos con un balón con más costurones que un edredón de patchwork, se le persuadirá de que debe inscribirse en un club y jugar en el campeonato de la comarca, para lo cual deberá adquirir cierta equipación, ciertas zapatillas y deberá realizar cierta cantidad de desplazamientos por sus propios medios para poder jugar; el coleccionista de sellos deberá formar parte de alguna asociación que le envíe catálogos de álbumes y herramientas que nunca pensó que pudiese necesitar, pero que son «el medio más seguro para preservar su colección»; el paseante deberá convertirse en senderista y adquirir unos bastones de marcha adecuados para no desentonar con su nuevo y juvenil grupo de montaña (compuesto generalmente de divorciados de mediana edad); el que salía a correr con un chándal viejo, unas deportivas y una camiseta de la Expo 92, se convertirá en runner, al adquirir unas flamantes zapatillas de a 300€ adaptadas a su pisada; y así todos los ejemplos que se les ocurran.

Del inocente pasatiempo que uno llevaba a cabo cómo, cuándo y con quien le daba la real gana, pasamos al hobby reglado y bien pagado (porque lo pagamos bien, quiero decir), en el seno de grupúsculos más o menos agradables que nos acaban imponiendo, muchas veces, unos estándares absurdos. Porque las sociedades de apoyo mutuo (antes, gremios), sólo tienen sentido entre trabajadores, para garantizarse mutuamente su seguridad laboral y sus condiciones de trabajo. No entre descansadores, como si al acabar la jornada laboral todavía tuviese uno que someterse a un reglamento preciso sobre el modo de emplear su tiempo libre.

Siempre me resultó muy sorprendente la pregunta: «¿Qué haces en tu tiempo libre?». Le veo, al menos, dos inconvenientes: Uno, suponer que una distinción precisa entre libre y no-libre pueda establecerse, verbigracia: ¿ir a la compra forma parte del tiempo de trabajo o no? Porque, si sí, debería pagármelo mi jefe; y si no, vaya una basura de hobby, ¿no les parece? Dos, que se pueda dar una respuesta simple y exacta a una pregunta semejante. No sé Vds. pero yo en mi tiempo libre leo, paseo, escribo para La Esperanza, escucho música, voy al teatro, charlo con mis amigos, con mis vecinos, veo películas, a veces miro sin más los pájaros desde la ventana, a menudo me quedo in albis mirando al tendido… ¿Ir a Misa es ocio o negocio…? Y la lista está muy, muy lejos de ser exhaustiva. Sin embargo, mucha gente responde a la pregunta con una sorprendente resolución:

«― Y tú, ¿a qué te dedicas?

Soy explorador del África, pero en mi tiempo libre cazo elefantes en pijama».

G. García Vao