El apostolado político y sus enemigos

Fernando el Católico jura los fueros de Vitoria en Guernica en 1476, por Francisco Vázquez de Mendieta

De modo más o menos sutil se ha instilado en la mentalidad de muchos católicos la falacia venenosa según la cual una vida espiritual seria y profunda resulta difícilmente conciliable, si no incompatible, con el compromiso político en defensa de los verdaderos principios y del recto orden social. Como si Molle Lazo y el venerable Luis de Trelles, los beatos José Manyanet y Francisco Palau, o Sta. Joaquina de Vedruna, por poner unos pocos ejemplos significativos, hubiesen compartimentado su alma poniendo en cuarentena su convicción carlista para que ésta no acabase malogrando sus granados frutos de santidad. Cuando, en realidad, sucede cabalmente lo opuesto: los santos carlistas sabían que «el bien cuanto más universal es más divino», y que el camino de santidad se identifica con la búsqueda del bien común y no con la del meramente singular. Conscientes de que la vida interior es el alma de todo apostolado, sin embargo tampoco ignoraban que, como dijera Pío XI, «cuanto más vasto e importante es el campo en el cual se puede trabajar, tanto más imperioso es el deber». Y tal es «el dominio de la política, que mira los intereses de la sociedad entera, y que bajo este aspecto es el campo de la más vasta caridad, de la caridad política, de la que podemos decir que ninguna otra le supera, salvo la de la religión».

Naturalmente, el compromiso con la Ciudad debe responder a una intención recta; y ya que podemos desviarnos hacia propósitos egoístas, nuestras intenciones políticas deben examinarse y rectificarse asiduamente. Pero esta rectificación no dista de la que se impone en cualquier otro ámbito práctico, incluso tratándose de objetos que no son intrínsecamente buenos ni malos: «sea que comáis, sea que bebáis…». Pues es lección clásica y elemental que todo acto humano (es decir, deliberado) se compone de objeto, intención y circunstancias. La política —ciencia práctica por excelencia— no escapa a este discernimiento.

Pero el inane argumentario que al comienzo evocábamos responde, en general, a un espiritualismo que concibe la práctica de la fe como una «experiencia» íntima, intransferible, predominantemente emotiva. Desentendida de las realidades de orden natural, olvida que el Reinado de Nuestro Señor —lejos de escatologismos vaporosos— es coronación sobrenatural, pero también social y temporal, de esas mismas realidades naturales, incluidas las políticas. Que Su reino no se extiende solamente sobre las almas individualmente consideradas sino sobre todo el universo; sobre todos y cada uno de los hombres, sociales y políticos por naturaleza.

Y estas tentaciones antipolíticas se presentan incluso en ambientes nominalmente tradicionalistas, cuando se difumina que somos causas segundas en la restauración e instauración de todo en Cristo, y que tenemos todos los medios de orden natural a nuestro alcance, privilegiadamente los medios políticos, por modesta que sea (de momento) la medida en que podamos ejecutarlos. No es difícil rastrear, en estos ambientes, un derrotismo que escinde la tradición litúrgica de la tradición política y que parece fiarlo casi todo a una intervención divina directa, a la inminente o próxima Parusía, a la organización de eventos exclusivamente devocionales —bajo el signo ya caduco de «la religión une, la política divide»— o, más grotescamente, a la construcción de tradi-guetos, que por cierto nada tienen de tradicionales y mucho de gringos.

Junto a ésta, otra vía muy eficaz por la que se ha alejado a los católicos del cumplimiento de sus deberes políticos ha sido la distorsión «testimonialista» de nuestra misión temporal como seglares, que queda reducida a mero testimonio de vida, previa aceptación de los presupuestos liberales y pluralistas de la democracia: se trata de que el creyente aporte el plus de la solidaridad, de las «propuestas» y «valores» cristianos para mejorar los regímenes vigentes, de suyo accidentales o incluso deseables. Aquí es donde encuentran su encaje los consabidos remoquetes catolicistas: católicos en la vida pública, católicos en democracia, católicos por la vida, católicos por la libertad, etc. En este universo conceptual también se incardina la tendencia a desleír la doctrina social de la Iglesia en clave economicista: despojándola de su médula, que es profundamente contrarrevolucionaria, aislando las enseñanzas morales económicas —y aminorando sus exigencias— de las enseñanzas políticas y orillando aquellos «antiguos» documentos que constituyen, inequívocamente, la contestación cristiana del mundo moderno, como explica Miguel Ayuso.

Así, arrumbada la pretensión de restaurar un orden político cristiano con todas sus consecuencias —los tiempos de la Cristiandad pasaron— e incluso la de problematizar los falsos principios modernos, lo importante no es ya reedificar la política católica —tachada de constantiniana— sino únicamente que haya «católicos en política» que influyan con su ejemplo en los diferentes partidos y opciones ideológicas que se le ofertan al ciudadano-individuo, polo material del hombre, pero resguardando siempre la absoluta libertad de conciencia que tiene como persona para relacionarse como le plazca con Dios, sin mediaciones ni trabas, pudiendo optar soberanamente por cualquier producto del supermercado religioso. En el que, faltaría más, deben también exponerse las ofertas católicas (eso sí, con las correspondientes rebajas doctrinales y morales que vengan impuestas por estrategias de márquetin o por el propio Estado). En ese supermercado de la libertad religiosa, arbitrado con el solo criterio del proteico «orden público», pueden los católicos influir en igualdad con el resto de credos (pseudo)religiosos o irreligiosos.

Tales son las exigencias de la «laicidad positiva», que frente al laicismo antañón y ceñudo de la Revolución francesa vino a apuntalar la modernidad en el tránsito a su fase débil, arrumbando la sacralidad del poder político y de la sociedad: si el viejo laicismo separaba tajantemente Iglesia y Estado —hostigando a aquélla pero dejándola reconocible—, la nueva laicidad diluye la especificidad católica en el magma pluralista de la libertad de pensamiento y moldea la forma mentis de los propios católicos, a comenzar por la jerarquía. Pero, además, la presunta libertad de la nueva laicidad únicamente se concede a los creyentes como individuos, de modo que —apunta John Rao— «todo intento de la Iglesia por hacer uso de su propia libertad para conservar una autoridad social es advertido como un ataque» contra la libertad liberal del americanismo, que es radicalmente individualista y no concibe una vivencia auténticamente comunitaria de la fe, que informe pública y privadamente cada aspecto del orden social.

De otro lado, esa libertad del creyente-individuo «permite multiplicar las facciones en el seno de la Iglesia e impedir a ésta que ejerza una influencia de peso en la esfera pública. Una Iglesia que actúa “pragmáticamente” en una sociedad de este tipo estaba destinada a no ser más que la rama católica impotente de la iglesia pluralista estadounidense». Y ello a pesar de que se apele a la libertad que tenemos los cristianos como el resto de confesiones: precisamente la raíz del mal está en que esta (falsa) libertad se nos concede en tanto ciudadanos, y no en tanto practicantes de la única religión verdadera. En fin, como señala José Luis Widow, lo que los pensadores modernos no ven, ni tampoco —añadimos— los personalistas, demócrata-cristianos y americanistas, es que «la privatización de la religión católica implica deformarla completamente y, por tanto, no se le está permitiendo la práctica según ella misma la concibe». Enclaustrándola en las conciencias, la religión católica pasa a ser «otra cosa», pues su práctica es esencial y radicalmente comunitaria, esto es, política.

Julián Oliaga, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta