Escatologismo, encarnacionismo y politicidad natural

Francisco Canals

Nunca serán suficientemente releídas y meditadas las luminosas páginas en que Francisco Canals distinguía las dos aporías que, como un venero, recorren la historia del catolicismo liberal, atenazando y amenazando de consuno la labor contrarrevolucionaria: «el encarnacionismo extremo y humanístico tiende a concebir las transformaciones sociales y políticas que han marcado las sucesivas fases de la Revolución moderna, como constituyendo el advenimiento mismo del Reino de Dios en la tierra». Mientras que, por su parte, «el escatologismo en nombre de la “trascendencia” de este mismo Reino de Dios pretende desvalorizar y aún ilegitimar cualquier tarea cultural y política que intente defender el buen orden antiguo frente a la Revolución anticristiana». Para este escatologismo, «la vida cristiana se orienta de tal modo a lo eterno, que debe considerarse todo lo terreno no sólo como caduco, sino como ajeno e incongruente con relación al fin último. No tiene sentido el trabajo por una cultura o por una sociedad cristiana. El cristiano es en este mundo “cuya figura pasa”, testigo del Reino de Dios. Todo esfuerzo por un mundo mejor es puramente secular; para algunos incluso es una tentación satánica la aspiración al Reino de Dios “así en la tierra como en el cielo”». La política, para estos últimos, sería algo sórdido, embrutecedor, inmoral de suyo.

Pues bien. Los lectores de La Esperanza, a no dudarlo, saben que estas aporías del catolicismo liberal se han plasmado en diversas corrientes ideológicas, desde Lamennais y Montalembert hasta el liberalismo neoconservador de nuestros días, pasando por las sesenteras teologías de la liberación o los cristianos por el socialismo, por la tecnocracia y, sobre todo, por las aberraciones que mencionábamos anteriormente: el demo-cristianismo (preconciliar y postconciliar, con Maritain a la cabeza), el comunitarismo yanqui (un individualismo de mayor radio, últimamente en su lastimosa versión dreheriana) y las diversas escuelas centradas en ofrecer una lectura light y casi apolítica de la Doctrina Social de la Iglesia. En algunas de estas plasmaciones ideológicas, de hecho, se entrecruzan ambas influencias, la encarnacionista y la escatologista, invitando simultáneamente al abandono de la política netamente católica y al bautizo de las palabras y de los inventos revolucionarios: derecho nuevo (es decir, constitucional), sufragio inorgánico, laicidad, derechos humanos, democracia moderna, soberanía, autodeterminación, neutralidad moral, ética sin moral, libertad negativa (de pensamiento, de conciencia, de religión), separación de poderes, separación Iglesia-Estado, etc.

Pero analizar estas corrientes por lo menudo excedería con mucho del modestísimo objeto de estas líneas. Lo que en ellas nos proponemos, sencillamente, es recordar —en apretada síntesis— algunos de los fundamentos por los cuales la política es irrenunciable para el católico. Quisiéramos, por tanto, insistir en la nobleza de la política. Pues sólo estaremos en condiciones de rechazar firmemente los errores doctrinales y prácticos recién mentados si previamente entendemos que la política es un oficio del alma, una necesidad y  un deber, como nos enseña Miguel Ayuso, cuyo magisterio seguiremos de cerca en los párrafos que siguen.

En esta ocasión nos contentaremos con recordar, brevemente, la natural politicidad del hombre. Y es que el hombre es animal político no solamente porque tienda por naturaleza a vivir en sociedad con los demás hombres —lo cual es evidente— sino porque sólo viviendo en sociedad es verdaderamente hombre: necesita de la vida con sus semejantes para perfeccionarse; su plenitud humana sólo le es dable alcanzarla en sociedad. Sólo viviendo políticamente podemos ser plenamente, en acto, lo que en potencia somos. Ética y Política son, en último resultado, convertibles. Como subraya José Luis Widow, la política es una realidad moral (una praxis) pero la moral tiene también una naturaleza política: «el bien propiamente humano es alcanzable de modo cabal en la exclusiva medida en que se lo considere como constitutivamente político». Es éste un tema oceánico, y nodal, que apenas podemos aquí bosquejar: la verdad moral, en su realización más perfecta, es política; cuando el acto humano logra su perfección, es formalmente político.

La política es la cima del saber y del actuar moral, y todo él se desarrolla políticamente. Y «si el bien moral humano, si el ámbito de operación de la virtud, si el fin de la acción personal quedan clausurados al bien político, entonces no serán si real bien humano, ni verdadera virtud, ni acción autoperfeccionante de la persona». No existen, pues, bienes morales exclusivamente privados, del mismo modo que no es posible amar rectamente a Dios deseando únicamente la bienaventuranza individual. El bien de la parte sólo es tal si se ordena al bien del todo, al bien común, que —como nos recordó brillantemente Miguel Quesada en reciente artículo— ostenta una primacía absoluta.

Julián Oliaga, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta