El pasado domingo 18 de diciembre, nuevamente con una veintena de participantes, tuvo lugar en la ciudad de Valencia la tercera jornada de formación política del Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta, la segunda dedicada a La sociedad tradicional y sus enemigos. El tema a tratar en esta ocasión fue el bien común en la doctrina tradicional, comentando el capítulo 2 de la obra del profesor José Miguel Gambra. Tras la correspondiente oración, guiada por el padre Juan Retamar, uno de nuestros correligionarios comenzó la exposición. De dicha exposición ofrecemos a continuación, sucintamente, algunas claves.
Dentro del cuatrilema carlista: Dios, patria, fueros, rey; la noción de bien común nos remite directamente a Dios. Y esto porque Dios es el sumo Bien al que toda criatura connaturalmente aspira. Pero este bien, además de ser universalmente apetecido, es no-privado. Es decir, es comunicable, común.
Aristóteles constató un hecho cuando definió al hombre como πολιτικό ζώο, animal político, pues se realiza y alcanza su perfección en sociedad. Y negar este hecho es negar la realidad del hombre. Una realidad que también nos permite afirmar lo profundamente influenciables y vulnerables que somos a los signos del entorno. Por esta razón, la búsqueda del bien común no es un apetito superfluo del hombre, sino un apetito natural que le lanza a lo sobrenatural: a Dios. Pero no de modo espiritualista o «sobrenaturalista», sino a través de una sociedad, pues es animal político. Esta situación nos permite distinguir entre el bien inmanente y el transcendente. Un ejemplo para poder comprender el bien común inmanente, así como su carácter análogo, es la familia funcional. En esta sociedad imperfecta, cada uno de sus miembros contribuye al bien de sí mismo vía promoción del bien del todo. Tal sería el caso del padre de familia proveedor, de la madre educadora y de los hijos honrando a sus padres; cada uno proveyendo secundariamente al bien de sí, provee al bien común familiar.
Y este bien común inmanente, que se realiza de modo proporcional y más perfecto en la comunidad política que en la familia, se subordina al bien común transcendente, que es aquel posibilitado por la Redención: la bienaventuranza eterna o felicidad perfecta de cada uno de los miembros de la sociedad; el acceso a las promesas de Jesucristo Nuestro Señor, que sólo pueden alcanzarse en el seno de la Iglesia y con la ayuda de la gracia. Siguiendo a Santo Tomás de Aquino, amar a Dios como bien común «dispone rectamente al hombre con relación a la sociedad de los bienaventurados; y esto es la caridad: amar a Dios por sí mismo y al prójimo capaz de beatitud como a sí mismo». Es decir, el hombre que ame el bien común transcendente debe desear también, como criatura racional, que el resto de hombres puedan acceder al mismo bien común. Y pocos deseos más execrados, castigados e incomprendidos por nuestra sociedad moderna, subjetivista y relativista. La modernidad pretende impedir la misma tenencia de este deseo. ¿Cómo? Reinterpretando este bien común despojándolo de su objetividad en Dios.
Incapaces de conciliar lo uno con lo múltiple, los modernos desnaturalizaron el bien común, de suyo análogo, al hacer de él un término equívoco o unívoco, en función de su interés ideológico. Así, desde la equivocidad se identificó al bien común con la suma de los bienes privados en una sociedad (sería el caso de la democracia moderna), o con el bien del aparato estatal, representante y director de una masa indiferenciada (característico del Estado fascista y del comunista, pero también del tecnocrático). Esta desvirtuación del bien común inmanente, desvinculado a su vez de su dimensión transcendente, terminaría infiltrándose en pensadores cristianos como Maritain (1882-1973). Este pensador francés, una vez apartado de la Acción Francesa, propuso su teoría personalista, con la que trató de «bautizar» el liberalismo. Según él, el hombre tiene dos dimensiones: el individuo o materia, y la persona o espíritu. Mientras que el espíritu es absolutamente libre, el individuo es absolutamente mecánico y sujeto a las leyes positivas del gobierno temporal, como una roca está sujeta a la ley de la gravedad. Con esta escisión, de progenie kantiana, Maritain sometía la noción de bien común a la libre determinación personal, convirtiendo de facto al capricho humano en la medida de su bien, que ya no es común sino privado, ni transcendente sino inmanente. En definitiva, para Maritain, el bien común es tal en tanto que pueda beneficiar al bien particular o privado.
Tras la exposición se abrió un distendido coloquio, donde tratamos la relación entre patria y bien común. A este respecto se comentó que el patriotismo se identifica con la promoción del bien común de la patria. Por lo tanto, no cabe oponer patria y bien común, sino que la patria sería el sujeto cuyo objeto sería su propio bien común, que, en última instancia, es el bien común de toda patria. Éste era, aproximadamente, el fundamento cohesivo de la Cristiandad: la común tendencia a Dios por parte de las distintas patrias, mediante el ejercicio de la vida virtuosa; y no sólo de las virtudes morales, sino de las intelectuales y teologales.
La jornada finalizó con un Ave María, y se obsequió a cada asistente con una copia de un escrito de Charles de Konninck sobre la primacía del bien común, publicado en la revista VERBO y disponible en el sitio web de la Fundación Speiro.
Círculo Tradicionalista Alberto Ruiz de Galarreta de Valencia