«El Papa de la montaña»

Ha fallecido Benedicto XVI. No se puede decir que haya muerto el Papa, porque el Papa es Francisco. Y si dijéramos que Benedicto XVI, que acaba de morir, era Papa, nos dirigiríamos, a velocidad de crucero, hacia el cisma. Y la última vez que la Iglesia se enfrentó a la anomalía de tener dos papas, al final acabamos con tres y la cuestión de quién era, en realidad el papa aún está por resolverse. El que, en un primer tiempo, gozó de un amplio consenso entre las [demás] cabezas coronadas de Europa y, en un segundo tiempo, hubo de soportar el escarnio de ser «depuesto» por un Concilio, fue nuestro paisano, Benedicto XIII, el Papa Luna. El Papa del Mar, porque durante los años que siguieron al asedio al que fue sometido en el Palacio de los Papas de Aviñón se vio obligado a vagar por el Mediterráneo, al ver cerrados un puerto tras otro a su flota.

Otro Benedicto, XVI éste, antaño cardenal Ratzinger, fue Papa sin discusión posible. Sobre su pontificado se han escrito un montón de tonterías y, probablemente, se seguirán escribiendo tonterías aún durante mucho tiempo. No sé por qué habría de privarme yo de contribuir.

De Benedicto XVI se ha dicho que fue un progresista, un tradi, un conservador, un ultraconservador y todas esas cosas a la vez. Desde hace unos años, especialmente cuando su pontificado comenzó a ser visto bajo la luz poco halagadora de la nueva era de Francisco, comenzó a decirse que, de Ratzinger a Benedicto, se había producido un giro a la derecha doctrinal y teológico y que el Papa fue mucho más conservador de lo que lo había sido el cardenal. Y, recientemente, como resulta absolutamente imposible concitar la admiración de propios y ajenos siendo un conservador, incluso en el más remoto sentido de la expresión, los panegiristas de Benedicto XVI se han esforzado por mostrar que, ni progre, ni facha: que Ratzinger, siempre igual a sí mismo, fue siempre católico solamente.

Probablemente se trate solamente de la típica confusión a que se prestan siempre los términos «conservador» y «progresista». Porque, por definición, por la propia génesis histórica de las izquierdas y las derechas (que son, unas y otras, revolucionarias) nada impide que, sin cambiar en absoluto de ideas y principios, el que ayer era progresista, mañana sea conservador:

El mismo P. Joseph Ratzinger podía en 1950 pasar por un revolucionario ultraprogresista por sus furibundos sermones y artículos en contra de la definición del dogma de la Asunción de la Virgen Santísima por Su Santidad Pío XII y, sin mudar una coma de sus posiciones, quedar como un conservador ortodoxo como Papa porque, en buen teólogo, sus furibundos sermones y artículos se mantenían siempre exquisitamente del lado de acá de la frontera con la heterodoxia.

La misma continuidad se podría observar entre el peritus (teólogo asesor) del Cardenal Frings, arzobispo de Colonia, durante el Concilio Vaticano II, asociado por vínculos tanto de amistad como de filiación doctrinal con grandes figuras de la Tradición de la Iglesia, como Küng, Rahner y Schillebeeckx y el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe que tuvo sus más y sus menos con los mismos personajes, que se alejaron de la nueva ortodoxia postconciliar.

Es el mismo teólogo modernista de la revista Communio, cofundada junto con de Lubac, von Balthasar y Kasper, en la que, entre otras cosas, proponía la plena aceptación en el seno de la Iglesia católica de la luterana Confesión de Augsburgo; y el mismo Panzerkardinal que condenó las desviaciones más extremas de la llamada Teología de la Liberación.

El mismo obispo y cardenal que acogió con devoción la Misa nueva, que siempre celebró, al menos como Papa y al menos, el público. Aunque nunca dejó de valorar –tal vez por un prurito esteticista– la Misa de siempre, sobre la cual también escribió interesantes consideraciones sobre su particular sacralidad. El debate en torno a los motivos profundos de Summorum Pontificum, que publicó como Papa y Ecclesia Dei, que inspiró, probablemente, como cardenal también ha hecho y está haciendo correr ríos de tinta: ¿alarma por las cifras crecientes de fieles lefebvristas? ¿Aprecio genuino por una Misa firmemente católica y multisecular? ¿Amor natural hacia la Misa de su bautizo, de su comunión, de su ordenación… Hacia «su» primera Misa? El juicio sobre las intenciones es, siempre, temerario; y en este caso, intrascendente: ambos documentos han sido ya enterrados por la nueva administración vaticana.

Benedicto XVI no fue un tradicionalista, como Charlotte Corday no fue una partidaria del Antiguo Régimen, aunque apuñalara a Marat. Sólo se encontraba bastante menos a la izquierda en el espectro político que el Amigo del Pueblo. No lo fue porque en política siempre, siempre, fue un liberal. Un liberal en su sentido más profundo: un liberal en materia de relaciones Iglesia-Estado e Iglesia-otras religiones. Un liberal como conviene que lo sean todos los prelados de un tiempo a esta parte. En lo que afecta a la libertad religiosa, lo son todos, al menos de manera teórica, desde el Concilio. En lo que se refiere a lo que podríamos llamar, impropiamente, «catolicismo político», mucho más y desde mucho antes.

No sé si a Benedicto XVI le alarmaron los desmanes más extremos de los partidarios de llevar el Concilio «hasta sus últimas consecuencias». No se puede decir, eso es evidente, que Benedicto XVI formara parte de este grupo. No sé si hubo una «reacción» en el Papa alemán que le llevó a hacer una serie de concesiones y a promover una serie de acercamientos con la Tradición, como si, intranquilo en el fondo de su conciencia, quisiese garantizar su supervivencia en medio del torbellino de la «Iglesia en salida» que se avecinaba. O, quizá, de la masiva «salida de la Iglesia» que le tocó vivir, como peritus, como obispo, como cardenal y como Papa.

No sé si Benedicto XVI fue el «Papa de la montaña»: el que en la difícil hora de un pontificado sacudido por los escándalos sin cuento de sacerdotes indignos, a quienes más hubiese valido arrojarse al mar con una muela de molino atada al cuello; de las apostasías sin fin; de la desobediencia de sacerdotes y prelados en cada vez más cuestiones morales y doctrinales, se volvió en la hora de su angustia hacia la montaña imperturbable de la Tradición. La de las peñas nevadas que se recortaban en el horizonte del pueblecito bávaro de su niñez; las que rodean el «Seminario salvaje», el «Seminario de la esperanza»; el proyecto del arzobispo Lefebvre, con quien Ratzinger-Benedicto XVI mantuvo siempre una relación compleja.

No lo sé; lo sabe él y lo sabe el Señor.

Benedicto XVI fue un conservador, es decir, un buen modernista, si no hay ahí un oxímoron. Fue un conservador de las innovaciones conciliares; fue un conservador de todo lo que sus predecesores en la cátedra petrina decidieron añadir, modificar, desviar de su sentido originario, etc. moviendo Roma con Santiago para encajarlo (talento de teólogo no le faltaba), en la medida de lo posible, en esa novedosísima «hermenéutica de la reforma» que pretendía conciliar Trento con la Convención Vaticana. Benedicto XVI acabó reconociendo que Gaudium et spes era una suerte de «contra-Syllabus».

Ratzinger, como Roncalli, como Montini, como Wojtyla fueron papas que vivieron guerras, dictaduras, horrores y miserias que nosotros no podemos imaginar pero que marcaron, sin duda, de forma indeleble a todos sus protagonistas. El Concilio Vaticano II –y esto queda patente en numerosos documentos y alocuciones- es en gran parte fruto del miedo: del miedo al enfrentamiento, del miedo a que los horrores que el mundo acababa de atravesar pudiesen repetirse; del miedo a que la inmutable doctrina de la Iglesia pudiese ser utilizada para justificar tanto dolor. Si el irenismo no es en sí un pecado, es vástago de un exceso de prudencia; es casi una cobardía. Y es disculpable sólo en quien no tiene el deber de conducir a los demás.

Creo que podemos estar agradecidos a Benedicto XVI por haber intentado una empresa imposible: contener el Concilio Vaticano II dentro de sus límites. Privilegiar la «hermenéutica de la reforma» frente a la «hermenéutica de la ruptura». Pero el Concilio no era doctrinal, sino pastoral. No definió nada y no delimitó nada. Puso en marcha una maquinaria potencialmente deletérea que ni Benedicto ni nadie podía tratar de controlar desde sus propios presupuestos. Francisco es un hijo coherente de la nueva dinámica conciliar. Benedicto XVI fue, en cierto modo, un Papa girondino: empeñado en reconciliar los postulados de la Revolución con los restos del desmantelado Antiguo Régimen; del Concilio y de la Tradición. Como intentar salvar la cabeza del rey después de haberlo metido en prisión.

Nada he dicho y nada voy a decir sobre sus virtudes ni sobre su posible santidad, ni sobre su salvación. Porque no me incumbe ni a mí ni a nadie (salvo meliore iudicio Sanctæ Matris Ecclesiæ).

Como tradicionalista, agradezco que Benedicto XVI levantara unas excomuniones injustas e injustificadas y que «liberase» la Misa de siempre; me conduelo porque todo lo mejor de su legado será borrado por las nuevas olas del francisquismo rampante. Como católico, agradezco el intento, osado pero franco de Benedicto XVI de intentar salvar los muebles de un Concilio que, nos guste o no, ha tenido lugar; y me lamento porque, con toda su altura de miras, no terminase de darse cuenta de que quizá no había ahí muebles que salvar. Como testigo que soy del pontificado de Francisco, lamento la desaparición del último gran representante del intento de mantener viva y saludable la narrativa de la continuidad homogénea entre el Concilio Vaticano II y todos los demás. Como hombre, como pecador, como peregrino en este valle de lágrimas, no puedo menos que rezar desde el fondo del alma por el eterno descanso de un hombre que hizo lo que pudo lo mejor que supo, uniendo mi presente oración a su postrera plegaria:

Jesus, ich liebe dich!

Justo Herrera de Novella