Muerte en sesión continua

La víspera del crimen. «Misterioso asesinato en Manhattan»

La muerte puede provocar impresiones duraderas. Tanto más las muertes imprevistas y, muy particularmente, las inexplicables. Las muertes esperables y esperadas, no tanto, en un estado normal de cosas.

Un razonamiento semejante, sin duda, es el que conduce a Larry, de mi querida Misterioso asesinato en Manhattan, a rechazar las locas sospechas de Carol cuando ésta, ya completamente paranoica acerca de la posible falsa muerte de su vecina, la Sra. House, le cuenta que la ha visto pasar en un autobús:

«- ¡Te aseguro que he visto a la Sra. House!

– Sí, ya… En el autobús: el Tumba-Exprés, sólo ida».

El resto de la historia ya la conocen: la muerte de la Sra. House, pese a las mentirijillas con que su «viudo» intenta explicar su súbito deceso, resultaba bastante inesperada. No era joven, pero tampoco era una anciana decrépita. No era una amiga íntima de Larry y Carol, pero era su vecina. Así que, en cierto modo, es comprensible que Carol se viese particularmente afectada por el suceso.

Lo que ya empieza a resultar más sorprendente es que el mundo entero se haya visto detenido en su curso normal por el fallecimiento, completamente normal, esperable y esperado, de una mujer de 96 que, durante al menos 70 años ha llevado una agenda bastante apretada. Yo no diría estresante, pero sí apretada. Resulta justo y necesario que en su propio país y entre las gentes que la conocían bien, un cierto período más o menos largo de duelo haya tenido lugar. Que en Windsor ondee a media asta la Union Jack durante algunas semanas o incluso meses me parece, más que razonable, exigible. Que el Reino Unido decrete unos cuantos días de luto oficial, que haya actos públicos (funerarios, panegíricos, discursivos etc.), igual. Que un número más o menos grande de «súbditos» (añadan todas las comillas que quieran) haya seguido con atención, desde las cuatro puntas del globo, los fastos de homenaje a la difunta, también; aunque algo menos, porque ha quedado patente que el interés y el respeto eran personales y no institucionales. Que el resto del planeta, los que nunca hemos sido súbditos, los que la consideran enemiga y soberana de enemigos y los que sólo la consideramos un ornamento más en el Salón de Reinos de un país que, fuese lo enemigo que fuera antaño, hoy no es ni mejor, ni peor, ni más católico, ni menos progre que España, hayamos asistido con arrebatada atención a los citados festejos, podía tener una cierta excusa, por la curiosidad, por una cierta familiaridad con la finada… En su momento. Que meses después del fallecimiento de Isabel «II» sigamos dándole vueltas al asunto, programando homenajes y hablando de ella como si con su muerte se acabase de cerrar la tolkieniana Cuarta Edad del Sol, me parece un poquitín exagerado.

A mí me parece que Isabel «II» más allá de madre, abuela y ejemplo de flema inglesa y de  saber estar, tiene ciertamente un gran valor de símbolo. Si la «era victoriana» fue la era del progreso tendencialmente ilimitado de la Pax Britannica, esta nueva «era isabelina», ha sido la de la transición pacífica de la Modernidad a la Posmodernidad: Isabel «II» es la reina de Churchill, cuyos discursos aún son capaces de despertar sentimientos elevados, incluso entre aquellos a quienes nos cae rematadamente mal; también es la reina de Attlee y de la transformación del imperio capitalista en un estado asistencial, con pantagruélicas y deficitarias empresas públicas, que liquidaría Thatcher (de la que también fue reina), cuando comenzaron a soplar vientos de neoliberalismo. También es la reina de la integración europea del Reino Unido; y la reina del Brexit, que, sorprendentemente, sorprendió. También ha sido la Reina que ha contemplado la transformación de la misma Corona, de una especie de referente moral y social inalcanzable, en un muy querido reclamo turístico más.

Isabel «II» es el engarce entre un (otro) Imperio «donde nunca se ponía el Sol», con un pie en Hong-Kong y otro en Ciudad del Cabo y un Estado en estado de catalepsia sociopolítica en el que su real estirpe y su regio retrato sirven, fundamentalmente, para vender souvenirs. La Reina, por su venerable longevidad, por su inmaculada encarnación de los valores ancestrales de la cultura inglesa, parecía ser el bálsamo que curaba a los ingleses nostálgicos de los sobresaltos de su dolorosa realidad ambiente y, a los que no somos ingleses, nos recordaba también que hubo una época en la que había imperios y reyes dignos de su nombre. Incluso a quienes no somos liberales, a quienes el Imperio Británico nos da escalofríos y a quienes nos parece que el s. XIX es más bien una colección de despropósitos que de conquistas sociales, Isabel «II» nos daba una cierta seguridad, porque nos transmitía la idea de que la hora del mal no estaba tan avanzada; que mejor un mal menor, por moderno, en el que a un poderoso Imperio liberal todavía se le oponía un pujante antiliberalismo, que un mal tan escurridizo, por posmoderno, que ha conseguido liquidar a dicho Imperio e infiltrarse deletéreamente en las filas de quienes se le oponían.

Pero Isabel «II» se ha muerto. Se ha muerto no de nada en particular, sino de tener 96 años y pico. Y ya está. El mundo la ha llorado, la ha alabado, se ha rasgado las vestiduras y lleva meses encadenando los homenajes, cada cual más ridículo. Porque el luto global sólo está dejando dolorosamente patente una cosa: que la muerte de la «reina» del Reino Unido no cambia absolutamente nada: Business as usual!, nunca dicho con más motivo.

Un inglés (reitero: un inglés) me dijo una vez, cuando me enseñaba la «catedral» de Oxford que las personas más importantes suelen tener las tumbas más discretas. Me lo dijo con un tono de sabiduría proverbial que me causó una honda impresión (y me lo demostró con pruebas fehacientes al visitar una capilla del transepto derecho). Supongo que el mismo principio es aplicable a los fastos funerarios: cuanto más de relieve artificioso, estatal, diplomático, hay que dar al difunto, tanto más claramente se demuestra que su importancia real era mínima, aunque a muchos personajes verdaderamente poderosos les interese transmitir la impresión contraria. Isabel «II» reinó más o menos lo mismo que Juan Carlos I, aunque su reinado fuese mucho más largo, es decir, nada. Ayer pudo pasar lo mismo con Benedicto XVI; quizás en un nuevo récord de velocidad de los trámites vaticanos, en la misma Misa de Réquiem (?) se procediera a su canonización.

Es curioso: a Isabel «II» le va a pasar como a la Sra. House:

«-¡Esta mujer está muerta en sesión continua!».

G. García Vao