La vivienda y el «libre mercado»

Hilera de bloques residenciales de Arco de Ladrillo, Valladolid. / J. Sanz

Hace poco hemos conocido, por la prensa, la noticia de que el gobierno canadiense ha introducido, por ley, la prohibición de adquirir viviendas en el país a aquellos extranjeros que no tengan residencia permanente allá. El objetivo es paliar el exceso de demanda inmobiliaria que ha hecho disparar los precios. Anathema sit, gritan los defensores del llamado «libre mercado».

Esta noticia, sin duda, debe interpelar al lector de la España peninsular, por cuanto el mercado inmobiliario aquí es uno de los más sobrecalentados, en relación al poder adquisitivo, de toda Europa. «España está de moda y es líder en turismo residencial», reza el titular de la web de la televisión pública española, para seguidamente informar de que los extranjeros no residentes compraron, en 2021, un total de 43.827 viviendas. Pero es que, si contamos los últimos cinco años, es decir, desde 2016, un total de 248.913 viviendas han sido adquiridas por extranjeros no residentes (fuente: Gobierno de España), que, por razones obvias, no las emplean como su vivienda habitual. Dado el promedio de la unidad familiar en España (2,5 personas), estas viviendas permiten ocupar al equivalente a la población de la ciudad de Málaga.

Sin duda, los medios aplauden con las orejas, porque estos inversores tienen un mayor poder adquisitivo que la media de los residentes, y por tanto, pagan a gusto los precios que les piden, incluidos los impuestos sobre la compra, propiedad, tasas municipales, etc. (un auténtico «impuesto al sol», se podría decir irónicamente), a la vez que no emplean apenas los servicios que se supone que financian esos tributos, y para colmo, durante sus estancias en España, consumen proporcionalmente más que los residentes. Un negocio muy rentable, sí señor. Para unos cuantos. O unos muchos, si se quiere, porque del rendimiento de la hostelería en zonas copadas por este tipo de turismo, depende la vida de muchas familias.

Pero, sea como sea, pocos o muchos, lo cierto es que, con el pan de hoy, estamos comprando el hambre de mañana. Entre 2014 y 2022, el precio medio por metro cuadrado de vivienda en España ha subido un 32%, hasta los 1.708 euros por metro cuadrado (fuente: Tinsa), precio nominal equivalente al de 2005, es decir, al borde del abismo de la crisis inmobiliaria. Pero es que hay hasta once ciudades que superan o se asoman a los 2.000 euros el metro cuadrado, con subidas anuales de entorno al 8% en 2022. Como el IPC, dirán. Pero, unido a la inútil subida de tipos de interés, ¿cuánto representa eso en términos de coste de la vida global?

El resumen es que la clase media española vive absolutamente esclavizada por el capital, porque necesita una enorme cantidad de tiempo y esfuerzo para conseguir los recursos necesarios que le permitan adquirir lo que es el bien más básico para una vida decente: un techo donde alojarse. Y no hay subsidio público que pueda financiar eso. La pregunta es: ¿qué pasará cuando esta generación, que vive en gran medida de las rentas y propiedades de la anterior, ya no disponga de este colchón? ¿Nos seguiremos alegrando de vender a mansalva pisos a extranjeros, para que vengan a pasar sus tres mesecillos al año en él? ¿Nos convertiremos en una especie de oasis para el turista, al tiempo que un infierno para el lugareño? Pero mientras, seguirán anatemizando a quienes llamamos al orden en cuestión tan sensible.

Gonzalo J. CabreraCírculo Abanderado de la Tradición y Ntra. Sra. de los Desamparados de Valencia