
Belloc, al plantearse en su libro El Estado Servil hasta qué punto se ha desarrollado entre la población una estructura mental proclive a ese marco estatal socialistizante (auspiciado desde hace un siglo por la red financiera para la mejor perpetuación del statu quo capitalista contemporáneo), enfoca su respuesta a partir de tres perspectivas altamente denotativas.
En primer término, se pregunta: «Si a los millones de familias que hoy día viven de un salario se les propone un contrato vitalicio de trabajo que les garantice la perpetuidad del empleo, con el salario íntegro que cada uno considere que gana normalmente, ¿cuántos lo rechazarían? Tal contrato, naturalmente, implicaría una pérdida de la libertad; para ser exactos, un contrato vitalicio de esa clase no es un contrato en absoluto. Es la negación del contrato y la aceptación del estatus. […] Si nos preguntamos […] cuántas familias preferirían la libertad (con su séquito de inseguridad indefectible y de posible penuria) a ese contrato vitalicio, nadie puede negar que la respuesta será: “Muy pocos lo rechazarían”. Y ahí está la clave de todo el asunto».
A continuación, aborda la cuestión desde un segundo aspecto, y se vuelve a interrogar: «¿Qué es lo que más teme la mayoría de los hombres en un Estado Capitalista? No la pena que puede aplicarles un tribunal, sino el despido. […] Algunas generaciones atrás, apremiado un hombre a decir por qué abjuraba de su hombría en cualquier asunto, hubiera contestado que porque temía el castigo impuesto por la ley; hoy dirá que porque teme quedarse sin trabajo».
Por último, expone un tercer caso complementario que contribuye a despejar definitivamente toda incógnita en el tema que se viene proponiendo: «Supongamos que se sanciona una ley que eleva la remuneración total de un obrero, o le ofrece garantías contra la inseguridad de su ocupación en escala más o menos pequeña. La aplicación de esa ley requiere, por una parte, una investigación concienzuda de las condiciones de vida de cada uno de los trabajadores a cargo de funcionarios públicos, y, por otra, la administración de sus beneficios por el capitalista particular o grupo de capitalistas al cual enriquece el obrero con su trabajo. Las condiciones serviles que acompañan a este beneficio material, ¿impiden hoy día a un proletario en Inglaterra preferirlo a la libertad? Es notorio que no».
El resultado al que llega el apologista católico inglés en su análisis es desilusionante: «Sea cual fuere el ángulo desde el cual se considere el asunto, la conclusión es siempre la misma. La gran masa de asalariados en que nuestra sociedad se asienta hoy día miran como un bien actual todo lo que aumente sus ingresos presentes, aunque sea en pequeña proporción, y todo lo que los ponga a cubierto de los peligros de inseguridad que los acechan constantemente. Entienden y acogen con satisfacción un bien de esta clase, y están enteramente dispuestos a pagar por el mismo el precio correspondiente de regulación y regimentación, que llevarán a cabo por grados y en medida creciente sus patrones». El sistema financiero –en la forma torcida en que se viene implementando en la Edad Contemporánea– es capaz de muñir unas condiciones (di)sociales en donde las masas se vean forzadas a integrarse en aquellos trabajos que son promovidos por dicho sistema, secundado por planificaciones estatales que los tecnócratas marcan con el hipócrita calificativo de «indicativas».
La solución alternativa no consiste en abominar del trabajo o de la posición de asalariado, sino en reajustar el sistema financiero de forma que las familias gocen de la debida independencia económica que les permita estar en situación social de optar libremente en sus decisiones asociativas y/o laborales. El Mayor Douglas lo resumía bien tras un discurso dado el 7 de Marzo de 1936 en Westminster (Londres), cuando le preguntaron si no prefería la mayoría de la gente estar empleada a estar desempleada: «La mayoría de la gente –respondió éste– prefiere estar empleada… pero en las cosas que les gusta, en lugar de en las cosas que no les gusta estar empleadas. Las propuestas del Crédito Social no tienen de ninguna manera la intención de producir una nación de ociosos (y, de hecho, no lo haría). Nunca ha habido una forma más ridícula de desfiguración que decir que, como clase, los ricos están ociosos. Pueden estar erróneamente empleados, pero no están ociosos. El peligro para el mundo no proviene del rico ocioso: proviene del rico ocupado». Y remata: «No. El Crédito Social no produciría ociosos; permitiría a las gentes asignarse ellas mismas a aquellos puestos de trabajo para los cuales fueran adecuados. Un trabajo que tú haces bien, es un trabajo que a ti te gusta; y un trabajo que a ti te gusta, es un trabajo que tú haces bien. Bajo el Crédito Social, comenzaríamos a aprovechar la asombrosa eficiencia que resulta inseparable de un trabajo no forzado». Douglas solía usar el verbo inglés «to contract out (of)» para designar un rasgo definitorio de la verdadera libertad en toda relación socioeconómica asociativa y/o laboral, y que el Diccionario inglés-español Collins traduce como «optar por no tomar parte (en)». Un vínculo económico-social se establece normalmente con vistas a ser duradero y estable; pero ha de forjarse por familias socialmente libres, o con iniciativa para emplearse en cualquier actividad. Como decía Douglas: «Si afirmamos […] que al hombre ha de mantenérsele trabajando, en lugar de que elija trabajo, estamos sellando la perdición de nuestra civilización».
Félix M.ª Martín Antoniano