Manuel Martorell y los sucesos en Montejurra del año 1976

El Rey de España Javier I presta su apoyo público en 1977 (poco antes de su muerte) a la Regencia alzada por D. Sixto Enrique de Borbón en 1975 tras la consumación de la defección del Príncipe de Asturias D. Carlos Hugo, quien no quiso aceptar los lógicos fundamentos establecidos por D. Alfonso Carlos en su Real Decreto de 23 de Enero de 1936 y a los que necesariamente debe ajustarse todo miembro de la Familia Real española con derecho eventual al Trono a fin de confirmar dicho derecho de sucesión so condición de caer en una flagrante contradicción jurídica equivalente, a efectos legales, a una inhabilitación o a una renuncia.

El Sr. Manuel Martorell, al que podría reconocérsele visos de un verdadero historiador si se le hubiera de juzgar sólo por su interesante libro Retorno a la lealtad (2010), echa a perder su talento comulgando sin reparos –y así se hace presente, con más o menos virulencia, en sus obras– con los sesgos que adornan la reinterpretación capciosa del movimiento legitimista y su Historia vomitada por la escuela de J. C. Clemente, pseudohistoriador –éste ya sí, sin matices– al servicio del proceso de «clarificación ideológica» iniciado por la nueva «Corte hugo-teresina», actualmente representada y continuada por Carlos Javier.

Un ejemplo más de esta infección se puede observar en la forma en que Martorell trata el contenido de unos papeles a los que ha tenido acceso, en una serie de cinco artículos escritos en Diario de Navarra los pasados días 9 a 12 de Enero bajo el título general de «Investigación sobre Montejurra 76». La conclusión a que llega es que los sucesos de Montejurra en aquel año «no fueron “una pelea entre hermanos” […] como se ha mantenido oficialmente estos 46 años, sino un plan urdido en las esferas del Estado […] para acabar con la orientación progresista y democrática que el Partido Carlista había dado a esta concentración anual»; la cual no es más que una mera repetición de la eterna tesis de la susodicha escuela clementina. Desde luego, si el «descubrimiento» de Martorell fuera el de acusar a un régimen revolucionario de intentar destruir al Carlismo, habría que felicitarle por haber encontrado el Mediterráneo. Lógicamente, eso es lo que ha caracterizado a todos los Estados liberales que se han venido sucediendo desde 1833 hasta hoy, sirviéndose de todos los medios posibles para la consecución de su objetivo –incluidos, por supuesto, los métodos sucios ideados desde las cloacas de la Dirección General de Seguridad–, y destacándose con especial «entusiasmo» aquellos Generales al servicio de la Usurpación que llegaron a alcanzar la Presidencia política. Pero la «mala uva» de Martorell con estos artículos es la de pretender complicar a D. Sixto Enrique de Borbón y sus consejeros con los gerifaltes del Estado franquista-juanquista del momento. Es decir, según él, no serían unas víctimas más de las maquinaciones propias del Aparato anticarlista de entonces, sino que se habrían convertido en cómplices conscientes de las mismas.

Con todos los respetos, lo cierto es que nada de lo que aporta el Sr. Martorell aboga en favor de esta dirección. Don Sixto Enrique y Márquez de Prado se limitan a poner en conocimiento del Gobernador de Navarra –que se entrevista con ellos a título personal y sin representación alguna– su intención de volver a celebrar el acto religioso-penitencial del Vía Crucis de Montejurra, que venía siendo desvirtuado por Carlos Hugo –como así lo denunciaba D. Joaquín Vitriain, Capellán de la Hermandad del Vía-Crucis– en los últimos años tras su increíble viraje intelectual de 180 grados a partir de 1970 hacia las vías del socialismo, ideología condenada por la Iglesia en todas sus formas. Que la simple finalidad religiosa de D. Sixto Enrique y –por consiguiente– la ausencia de toda reivindicación para el acto concreto de Montejurra, fueran interpretadas por el Sr. Gordoa y Quintana como un «acatamiento» a Juan Carlos, eso sólo es una más que probable confusión suya que el mismo Duque de Aranjuez ya se encargaría de despejar unos pocos días más tarde cuando afirmara lo siguiente en su primer Manifiesto fechado el 2 de Mayo en Irache: «Creo oportuno dirigirme por primera vez a los carlistas, porque es esta Bandera [de la Legitimidad Proscrita] la que me he visto obligado a recoger ante el abandono de quien teniendo el deber de defenderla no lo ha hecho, al haberse apartado de los principios esenciales del Carlismo, fuera de los cuales nadie puede pretender ser carlista. Principios que puntualizó Don Alfonso Carlos como fundamentos intangibles de la legitimidad española, de obligada observancia. Como constan en Real Decreto de 23 de Enero de 1936. Principios que yo profeso y que me honro en proclamar». Y más adelante añade, no dejando ninguna duda al respecto: «Yo, por estricto deber de sangre, sin arrogarme derechos que no me corresponden, ni renunciar a los que pudieran recaer en mí, quiero mantener en alto [esta] Bandera».

La experiencia es la madre de todas las ciencias, y si hay una lección que aprendieron D. Sixto Enrique y J. A. Márquez de Prado cuando, tras la encerrona de Montejurra, el primero fue expulsado y el segundo encarcelado, es que conviene que un dirigente legitimista se lo piense dos veces antes de decidirse a entablar conversación alguna con cualquier alto funcionario (que se le presente como supuesto «amigo») de un Estado en sí intencionalmente diseñado para (intentar) destruir a la única Monarquía legítima española e impedir su Restauración. Lo que debería preguntarse ahora el Sr. Martorell, con la mano en el corazón, es quién ha estado desde entonces hasta hoy personificando la genuina Oposición monárquica legal y conforme a derecho contra el actual Estado sucesor de la Dictadura franquista. O, para que nos entienda mejor el Sr. Martorell, quién ha estado siguiendo hasta hoy la ortodoxa Oposición al estilo de la que realizó Fal Conde durante su Jefatura Delegada, sin mezcolanzas ni mixtificaciones de ningún tipo hacia la izquierda o hacia la derecha. Quién, en definitiva, ha venido continuando legítimamente la herencia custodiada por el Rey Javier, quien la recibió de Alfonso Carlos.

Félix M.ª Martín Antoniano