La comunidad política y su gobierno

«Alegoría del buen gobierno» por Ambrosio Lorenzetti (1340)

La necesidad que tenemos de la sociedad, sin embargo, no debe llevarnos a considerarla como un mero instrumento ni como un «remedio» a la deficiencia del hombre. Tal es la idea luterana del poder temporal: esencialmente coactivo y castigador de las consecuencias del pecado original, que ha corrompido completamente al hombre y le ha hecho incapaz de seguir los mandatos divinos. Frente a este reduccionismo protestante, no podemos olvidar que la vocación que todo hombre tiene a la virtud no nace de su naturaleza caída, sino de su propia condición de criatura dotada de libre albedrío: aunque sus potencias están ordenadas a un género de operación, no están determinadas para su realización concreta, por lo que es necesario reforzarlas mediante hábitos operativos para que puedan realizar más fácilmente sus actos propios. Y ello porque la virtud no depende del vicio, ni el orden del desorden, ni el bien del mal, sino a la inversa: el mal es la privación de una perfección, no tiene carácter sustancial; y el vicio, más que algo del que obra, es algo que no posee. Correlativamente, la educación política —la educación en general— tiende no sólo a corregir y evitar el mal (que también), sino sobre todo a procurar y promover el bien, el perfeccionamiento de los hombres en la vida virtuosa. Por todo ello, la politicidad del hombre no es sino testimonio de la dignidad ontológica de su naturaleza. A tal punto llegan la connaturalidad, necesidad y bondad de la comunidad política —y de su gobierno— que, como enseña el Doctor Común y nos recuerda el P. Santiago Ramírez:

«Aunque el hombre no hubiera pecado, sino que hubiera conservado la justicia original en que fue creado, se habría constituido en sociedad perfecta con su correspondiente autoridad: autoridad dulce, suave, propia para regir hombres soberanamente virtuosos y libres, no autoridad despótica ni dictatorial, propia para mandar esclavos. Toda criatura racional o intelectual se constituye naturalmente en sociedad, según su género y según su estado: los ángeles y los hombres, los viadores y los comprehensores, los santos y los condenados. Los unos, enlazados por el amor y por el bien común; los otros, hacinados, cosidos, ensartados por el odio y por el mal o por la desdicha común. La reunión en sociedad es ley común y natural de toda criatura dotada de inteligencia. La Teología enseña que los santos en el Cielo viven en perfecta sociedad y armonía, siendo esa vida dichosa en común una parte integral de la bienaventuranza total y consumada. Todos los ángeles, todos los santos, en muchedumbres incontables, unidos estrechamente con Dios y entre sí con caridad perfecta, en virtud de la cual cada uno goza de la dicha de todos como si fuera la suya propia.»

Así pues, la sociabilidad natural del hombre y el poder político son realidades creadas por Dios y, como tales, buenas. Tienen una naturaleza conforme a la cual deben ejercerse; unos criterios intrínsecos determinados por sus fines, que vienen dados por Dios y no son elegibles (más allá de que los fines inferiores (menos universales) se ordenen a los superiores (más universales) como medios para alcanzarlos). Frente a la premisa moderna —protestante, racionalista, ilustrada, liberal, constitucional y siempre nihilista en potencia o en acto— de que la política es un mal (necesario o no), Danilo Castellano nos recuerda, con Aristóteles, que el hombre está llamado por naturaleza a vivir en la comunidad política, que es fuente de grandísimos bienes. Algo radicalmente inconcebible por la modernidad —cualquiera que sea su rótulo— debido a su identificación de la libertad con la libertad negativa: si la libertad, desligada del orden del ser, no tiene otros criterios ni reglas para ejercerse más allá de la propia libertad, toda autoridad y toda potestad, toda norma, toda institución o vínculo irrevocable (como el matrimonio) se considerarán coherentemente óbices —y como tales malignos— al ejercicio espontáneo y vitalista, irrestricto, de esa libertad que no es sino un eco del non serviam luciferino.

Pero no. Volvamos a la cordura. Seamos realistas. Las cosas son, y son según un orden ínsito por Dios en Su obra; hay unos fines y hay un fin último. La naturaleza de las cosas es la pauta de nuestro obrar, la ética arraiga en la metafísica y nuestra verdadera libertad estriba en saber y querer alinear lo que hacemos con lo que somos.

La política, pues, no es una opción, sino un dato de la creación divina: nos viene dada como necesaria para nuestra perfección humana y, por tanto, tiene su orden, su verdad, su racionalidad, su naturaleza. Quizá sea éste el corazón de la obra del profesor Castellano: así como el derecho es irreductible a la coacción, la política es irreductible al poder (mucho menos al poder brutal). La política es ciencia y arte del bien común, y el poder político —análogamente a la patria potestas— es un poder cualificado: no se justifica por sí mismo (el poder por el poder), como pretende el moderno voluntarismo de la soberanía, sino por su ejercicio racional, funcional al orden y al fin de la polis, que es el mismo fin de cada hombre en cuanto hombre (y por ello es común a todos los hombres): el bien común. Y es que gobernar —en la bella lección del Aquinate— no es sino conducir cada cosa a su fin conveniente: el gobierno político consiste en guiar y ayudar a los hombres a alcanzar el bien inscrito en su naturaleza, es decir, la plenitud de su ser. «La comunidad política —concluye el maestro friulano— debe ayudarlo en esta tarea [la de ser hombre], indicándole el bien con prescripciones y el mal con prohibiciones».

Pero como antes apuntábamos, nuestra necesidad de la comunidad política no hace de ella algo instrumental: el hombre nace y crece necesitado, por naturaleza, de la vida en común con los hombres, pero no sólo en sus primeros años y por motivos meramente físicos de supervivencia material, sino como una exigencia profunda de nuestro ser. Porque los hombres no vivimos en sociedad únicamente para comerciar o para evitar la anarquía, sino sobre todo para vivir virtuosamente: «para esto los hombres se congregan, pues juntos viven bien; lo cual no lo puede conseguir cada uno viviendo aisladamente. Ahora bien, la vida buena es según la virtud. Por tanto, la vida virtuosa es el fin de la congregación humana», enseña Santo Tomás. O como ya previno el viejo Aristóteles, retratando a todos los sofistas que en el mundo han sido: «los hombres no se han asociado para formar una alianza de guerra para no sufrir injusticia de nadie, ni para los intercambios comerciales y la ayuda mutua. En este tipo de relaciones no tienen que preocuparse unos de cómo son los otros. Para la ciudad que verdaderamente sea tal, y no sólo de nombre, debe ser objeto de preocupación la virtud, pues si no la comunidad se reduce a una alianza militar que sólo se diferencia especialmente de aquellas alianzas cuyos aliados son lejanos, y la ley resulta un convenio y, como dijo Licofrón el sofista, una garantía de los derechos de unos y otros, pero no es capaz de hacer a los ciudadanos buenos y justos».

Por lo que siempre supone un grave atentado contra el orden natural pretender que la comunidad política no se dirija al bien común, y un error sostener que ello no sea necesario para que el hombre alcance su perfección, o que lo importante es que la sociedad se limite a garantizar que cada individuo pueda buscar a Dios como prefiera —incluyendo la opción de no buscarlo— y de regirse conforme a sus propios «criterios» morales, con los solos límites democráticamente impuestos por las normas del Estado, pero respetando en todo caso la libertad omnímoda para que cada cual se dé los propósitos y proyectos que se le antojen.

Julián Oliaga, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta