El Tribunal Constitucional, a través de su nota informativa 9/23, ha dado a conocer la desestimación del recurso de inconstitucionalidad presentado contra la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo. A raíz de esta decisión quisiera realizar algunas observaciones.
La primera de ellas estriba en lo tocante al llamado «derecho al aborto». La forma empleada por el legislador, ley orgánica según el artículo 81 de la Constitución, nos remite a que el objeto sustancial tratado es un «derecho fundamental». Las implicaciones de la desestimación, sin embargo, son profundas. La decisión del Tribunal ratifica la elevación constitucional del aborto al nivel de derecho subjetivo. No estamos, pues, ante una mera despenalización, esto es, un elenco de supuestos en los que ante una conducta antijurídica se exime de responsabilidad penal; nos encontramos, por el contrario, ante una ratificación constitucional del aborto como derecho subjetivo. Y no cualquier derecho subjetivo, sino como derecho que precisa de regulación de ley orgánica. Este trasvase manifiesta una lógica incontestable. Por un lado, la ausencia de punibilidad da pie a la constitución latente del derecho subjetivo, pues la «política» criminal se encamina a una aprobación templada. Por otra parte, se evidencia la dimensión antijurídica y racionalista de los «derechos fundamentales» como ideología contraria al orden de las cosas y canalizadora del proceso de autodeterminación de la persona.
Como segunda consideración debemos señalar la esterilidad social de la oposición al aborto desde los movimientos «Provida». La disociación entre bien común y bien propio, así como la pretensión de extraer frutos buenos del árbol malo, han evidenciado que los medios del sistema, pese a su apariencia, son operativos al mal. Así, bajo las banderas de la voluntad popular, se defendió el aborto desde el sufragio o las mayorías sociales. El cambio de éstas en partidarias o, simplemente, indiferentes ante la matanza de inocentes —precio a pagar del proceso de autodeterminación personalista— deja sin armas al conservadurismo liberal que, inconsecuentemente, pretendió —y aún pretende— poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias.
La tercera observación se refiere al concepto de constitución, rectius a la ideología constitucionalista. La constitución se funda sobre el principio de soberanía entendida como supremacía, esto es, la pretensión de que es la voluntad de los individuos la que determina el bien y el fin de la comunidad, sin ninguna referencia trascendente o, simplemente, previa. El constitucionalismo, pues, precisa de la elevación jurídica de las inclinaciones y deseos en tanto que cauces de expresión de la voluntad individual, no sólo electoral, sino ordinariamente hablando. Así las cosas, el constitucionalismo encuentra en la libertad negativa, esto es, la libertad sin más regla que sí misma, su única norma. Toda «política» o «ley» debe encaminarse, así, a la disolución de todo condicionamiento externo a la voluntad del individuo, así como al encauzamiento «jurídico» de todas sus pretensiones.
La soberanía, además, ha evidenciado la falsedad que pregona en su discurso en torno al poder. Entendida como supremacía, la soberanía no puede concebir poder fuera de sí, lo que conlleva la justificación del Leviatán. Pero, ante tal desorden, disfraza el poder -confundido con la política- absoluto y desnudo con fórmulas procedimentales como la manoseada -y manifiestamente falsa- separación de poderes. El poder, de esta forma, no encuentra su cualificación intrínsecamente, según el orden de los fines, sino procedimentalmente. Procedimiento, además, exclusivamente aparente, dado que se ha atestiguado que según las directrices del poder y su justificador constitucional, puede legalizarse cualquier aberración. En este sentido, parece resonar la cínica advertencia del cínico Gregorio Peces-Barba sobre el debate del aborto en la redacción constitucional, y que se resume en que sólo basta el deseo del poder, pues el Estado de derecho dará los cauces necesarios para su efectividad.
Las constataciones no son, evidentemente, motivo de celebración. En estos momentos el único que bien que se puede extraer es la afirmación de que el fin determina los medios y, por tanto, aquellos que advirtieron del peligro constitucional y de la falsedad del mal menor quizá no respondían a actitudes de intransigencia imprudente, sino a una prudencia fundada en el orden de las cosas. Por ello, urge actualmente abandonar todo canto de sirena que reconduzca la acción a turbias aguas de constitucionalismos «auténticos» o «moderados» que sigan reforzando los males profundos que nos aquejan. El mal menor se ha cobrado la vida de demasiados inocentes; que la miopía de muchos, deseo, no colabore con el desastre.
Miguel Quesada, Círculo Hispalense