Por el decreto núm. 226 del 27 de febrero de 1937 Francisco Franco designó a nuestro (¿en realidad era el nuestro, el original?) Oriamendi como «canto nacional», que debía ser acogido con «consideración, respeto y alta estima». Lo acompañaban en tal categoría, todos lo sabemos, el cursi himno falangista y el glorioso legionario. A día de hoy las viudas del General todavía cantan los tres en sus actos y reuniones.
Pero hombre, es que era Franco. Eso significaba que no podía ─ni puede, para sus nostálgicos─ cantarse el «que venga el Rey de España/ a la Corte de Madrid». O al menos no en su sentido original y verdadero, en el que se invocaba al Católico Rey Don Javier; tal vez si hacía referencia a los «reyes» liberales, más estimados por el General. Pues ¿cómo iba a venir el Rey (legítimo) a la villa de Madrid si el Gobierno quería expulsarlo a él y a su Familia de España (lo que, de hecho, ocurrió)? Mejor quedaba, sí, que se cambiaran esas palabritas por otras más light: «que las boinas rojas/ entren en Madrid»… ¿custodiando a un «caudillo»? Siempre que no fuera al de la Tradición estaba bien. Y si era a su antítesis, al que perseguía los mandos de la Comunión Tradicionalista, se robaba sus periódicos y censuraba sus publicaciones ─y a las que pasaba les imponía los consabidos yugos y flechas─, mejor todavía.
¿Y lo de «Por Dios, por la patria y el Rey/ lucharon nuestros padres./ Por Dios, por la patria y el Rey/ lucharemos nosotros también»? Lo habrá dejado así para no molestar demasiado, o para atraer a los carlistas que veían con buenos ojos a su régimen (yendo en contra del sentido común y de las disposiciones de la Comunión). O quizá para anticiparle a España y al mundo que, después de toda su labor patriótica de levantar mezquitas, derogar expulsiones de judíos y arrodillarse ante los Estados Unidos (por cuya crítica cierto eximio franquista sufrió un feo desplante); retomo: que después una vida al servicio de una España que no era España y de un Occidente agringado y judaico (del que era Centinela), iba a poner un «rey» que le sucediera a su muerte. Hubo muchos quienes (infelizmente) se alcanzaron a ilusionar con la vuelta a una monarquía tradicional, después de más de 130 años de usurpación. Pero que no, hombre, que era Franco. Por eso puse «rey» así, entrecomillado. Porque al que nombró fue a Juan Carlos, hijo del masonazo de Juan ¿de Borbón?.
Quien, «tras haber recibido la adecuada formación para su alta misión […], ha dado pruebas fehacientes de su acendrado patriotismo y de su total identificación con los Principios del Movimiento y Leyes Fundamentales del Reino» (¡palabra de caudillo!); por lo que sucedió a Franco en la jefatura del Estado, con las consecuencias que hoy padece lo que queda de España. Una España que cada vez lo es menos, y que cada vez es más extranjera, más laica, más irreconocible, luego de un proceso que no inició el mentado General, es verdad, pero al que éste contribuyó de una manera notable, digna (por lo indigna) de uno de los peores enemigos que ha tenido el carlismo, o sea, la verdadera España. (Des)honor que comparte con el miserable de Maroto. Clarísimo lo vio Elías de Tejada.
Es tristísimo todo esto. Pero se hubiera podido evitar si en verdad hubiera venido el Rey de España a la corte de Madrid.
Juan Manuel Sánchez, Círculo Tradicionalista Gaspar de Rodas
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