Comidos por el pecado original

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Cuando comencé a dar clases, un compañero veterano me recomendó con sarcasmo: «¡Dedícate a otra cosa!». Son numerosos los jóvenes que siguen el consejo, e incluso los cincuentones que desertan del oficio a la vejez, viruela.

Quizá algún sociólogo o antropólogo esté siguiendo este fenómeno preocupante y generalmente ignorado. Pese a las pocas plazas fijas, las altas ratios de clase, paradójicamente hay muchas zonas de España donde cuesta encontrar profesores para cubrir los puestos. En esto influyen otros factores —preferencias, depresión demográfica de ciertos destinos, lejanía, alumnado de difícil desempeño, etc.—, aunque no suele glosarse este éxodo.

Silenciosamente, incluso los colegas expertos abandonan una profesión que se les ha hecho ingrata. «Yo he disfrutado mucho en la enseñanza, Roberto. Pero si fuese joven me dedicaría al derecho», me confesaba un día otro colega a las puertas de la jubilación. Cuando se indaga en qué aspectos se han corrompido y han agriado la labor, aparecen tres razones: la burocratización del trabajo, el envilecimiento de los alumnos y la degradación de los padres.

Estos motivos aluden a una descomposición comunitaria, que reconocen tanto veteranos como jóvenes, mejor o peor. Pero hay otra realidad implicada, próxima a la raíz la condición humana, que siempre está presente.

Como ser padre, al ser profesor se constata la herida en nuestra naturaleza, la presencia del pecado original. La inercia a lo injusto, a las ganancias inicuas, está presente en los muchachos. Se ve en el modo en que riñen, cómo algunos se envanecen, cómo muchos se escaquean, cómo hay quien se queja de la infamia de que sólo le riñan a él obviando a otros castigados. Hay que lidiar con una naturaleza herida, y hay que esforzarse en corregir muchas cosas.

Los profesores que abandonan también han olvidado esto, si llegaron a saberlo. En realidad hay un escollo ideológico que les impide reconocerlo, más patente en los bisoños: entre ellos abundan quienes no comprenden que hay una tendencia al mal sobre nuestra naturaleza que debemos paliar. Por contra, hay que nutrir nuestra naturaleza para que se realice debidamente.

Si no comprendemos esto, no conocemos la razón última de aquella descomposición antropológica, moral y social tan furibunda. Y tampoco conocemos qué es lo que debemos hacer, al igual que resulta imposible hallar los medios para esta misión.

Porque no tenemos en frente una materia informe y dócil, como la arcilla. Tenemos un desorden insidioso, persistente, en cada chiquillo, en cada alumno; que en unos casos cojea más por un lado, en otro por otra parte. No todo es malo, es común que haya prometedores verdes brotes. Pero ése es el caos en que les ha gestado el régimen liberal, así son los ciudadanos deseados.

Es ése el pedregoso campo que hay que desbrozar para poder cultivar algo, y, salvo excepciones, es un hecho general. No ser capaz de verlo o de afrontarlo es lo que expulsa a los profesores de su desempeño.

Roberto Moreno, Círculo Cultural Antonio Molle Lazo

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