La llamada «cuestión de los universales», si bien ya había sido objeto de especulación e investigación en el mundo griego antiguo, adquiriría en la llamada época medieval un protagonismo decisivo. De todo el Órganon aristotélico, apenas se habían conservado, en una traducción latina de Boecio, las Categorías y Sobre la Interpretación, y habría que esperar hasta el siglo XII para la traslación y recepción europea de las demás obras lógicas de Aristóteles. A ambas se añadía también, a modo de introducción (Isagoge), un Comentario a las Categorías (vertido igualmente por Boecio) fruto del neoplatónico Porfirio –prototipo, dicho sea de paso, junto a Celso y Juliano El Apóstata, de escritor anticristiano–, en el cual éste planteaba como de pasada el meollo del problema (trad. Luis M. Valdés, ed.2012): «Por lo que respecta, para empezar, a los géneros y a las especies, excusaré decir si existen realmente o sólo son meros conceptos; y, si existen realmente, si son corpóreos o incorpóreos; y, finalmente, si existen aparte [= tesis platónica] o en los objetos sensibles y son dependientes de ellos [= tesis aristotélica], pues estas cuestiones son ciertamente muy profundas y exigen un estudio de mayor entidad».
De este interrogante primordial surgieron –como última palabra– dos respuestas antagónicas dadas por dos altos comentadores del Estagirita, que habrán de originar otros tantos antitéticos modos o líneas de pensamiento de ahí en adelante. Por un lado, Santo Tomás de Aquino, en su Comentario al libro Sobre la Interpretación, asienta (Lección 10): «Algo es universal cuando no sólo se puede predicar de muchos el nombre, sino cuando lo significado en el nombre puede darse en muchos». Por el otro, Guillermo de Ockham niega la existencia de una naturaleza universal en los individuos. Las implicaciones de esta segunda concepción son cruciales: nuestro único conocimiento es la experiencia o la intuición inmediata de los entes singulares; los conceptos no son sino puros nombres, construcciones voluntarias creadas por la mente humana y que le sirven para referenciar y agrupar a un conjunto de seres que se le presentan aparentemente como semejantes. De la misma forma, las apariencias nos indican que hay sucesos que son producidos por otros de manera regular, pero no podemos inferir una relación causal natural entre ellos, ya que sólo captamos eventos individuales conexos y contiguos, y nada más; como mucho, igual que hacíamos con los conceptos, podemos inventar y producir juicios que nos sirvan para dar cuenta de esos fenómenos regulares, pero no pronunciarnos racionalmente acerca de su verdadera razón u origen. Y, una vez eliminado el principio de causalidad, menos aún podemos emitir juicios acerca de la realidad o no de entidades metafísicas. Por último, puesto que no hay naturaleza ninguna, tampoco podemos dictar juicios objetivos sobre la bondad o maldad moral.
En definitiva, esta segunda postura consagra un puro y simple escepticismo, y es la que está en la base de toda la llamada «Filosofía» o «Ciencia» Moderna y Contemporánea que se ha venido desarrollando desde el siglo XVII hasta hoy. Ockham «compensaba» esta falta de orden natural valiéndose del recurso a la «omnipotencia divina» y a su voluntad caprichosa: sólo podemos conocer las cosas (incluido Dios) por Fe; todo depende, en fin, de las arbitrarias disposiciones positivas divinas. Cuando Descartes trató de superar, partiendo de las premisas epistémicas nominalistas, esta impotencia cognitiva natural absoluta, tuvo que recurrir también a Dios como garantía de la certeza… ¡de la existencia del mundo externo! Santo Tomás podía plantearse la existencia o no de Dios, porque ésta no era evidente y debía razonarse; pero ni a él –ni a cualquier sensato– se le habría ocurrido jamás que la existencia del mundo externo sea objeto de demostración. A su vez, en el llamado «problema de la comunicación de las sustancias» (es decir, cómo puede el intelecto humano intelegir las cosas externas a él), los sucesores de Descartes tuvieron que acudir al «comodín» de Dios como principio único de nuestros conocimientos, ya sea con el «ocasionalismo» de Malebranche; ya sea con la «armonía preestablecida» de Leibniz; ya sea –como «solución» definitiva– con la burda y directa identificación de Dios y la Naturaleza de B. Espinosa (y Hegel). «Parches» provisionales que ya se encargaría David Hume de desechar al llevar, con una lógica rotunda, los dichos presupuestos nominalistas hacia las mismas últimas consecuencias escépticas a las que ya había llegado Ockham.
Uno podría pensar que la nueva «Filosofía» o «Ciencia», que había «destruido» a la Metafísica, al menos nos habría dado una «cognición verdadera» en el campo de la Filosofía Natural, conforme al neométodo galileo-newtoniano de lanzar modelos hipotético-matemáticos. Ésta era la tesis optimista a que se agarraba I. Kant, precursora del positivismo del XIX. Pero al final de ese siglo y principios del XX, en medio de la «crisis de la Física clásica» –que desembocaría en la formulación de las irracionales Teoría de la Relatividad (en el macrocosmos) y Mecánica Cuántica (en el microcosmos)–, vuelven de nuevo las concepciones «convencionalistas» e «instrumentalistas» de la Ciencia de la mano de los E. Mach, H. Poincaré, P. Duhem y compañía, inauguradores de la nueva disciplina de la «Filosofía de la Ciencia», que alcanzará su apogeo con el Círculo de Viena, y que no ha conseguido hasta hoy poder librarse de ese pirronismo al que le fuerza su nominalismo. Sólo hay una forma de salir del impasse: volver a la sana postura de Sto. Tomás.
Félix M.ª Martín Antoniano
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