En ocasiones anteriores intentábamos recordar algunos fundamentos filosóficos de la política (natural y católica), de su nobleza y necesidad. Ahora quisiéramos ayuntar, a aquellas reflexiones doctrinales, algunas otras de tipo experiencial. Así, nos encontramos derechamente con la gran cuestión de las mediaciones humanas en la transmisión y vivencia de la fe. Mediaciones que son profundamente despreciadas, o incluso detestadas con misterioso odio, por cierto progresismo elitista que identifica cualquier apoyatura humana (familiar, social, política) de la fe con una intolerable contaminación «temporal» de la vida espiritual, que haría de ella algo menos puro y, por tanto, menos valioso y meritorio. Con un tono más moderado, no faltan tampoco quienes ven en la liquidación del régimen de Cristiandad una oportunidad e incluso una «bendición» para que los cristianos, aunque menores en número, sean más selectos y menos dependientes de los condicionamientos sociales. Lectura no menos enervante que la anterior, pues igualmente denota una gravísima ignorancia antropológica.
Porque un tal planteamiento, de un lado, implica olvidar que el hombre siempre es constitutivamente dependiente e influenciable por el entorno en que crece y vive; y, de otro, parece presuponer (al modo kantiano) que las mayores cotas de «moralidad» se alcanzan cuando el hombre debe ejercerse las mayores violencias, remando contra viento y marea para mantenerse fiel a Cristo. Cuando —en puridad— la noción perfecta de virtud supone que el bien se obre fácil, pronta, firme y deleitablemente. Por supuesto, el camino cristiano no puede sino ser un camino de Cruz; pero la dificultad, el trabajo afanoso por obrar el bien y evitar el mal, pertenece a los comienzos de la vida virtuosa y va declinando conforme se crece en ella, pues «la verdadera y perfecta virtud lleva el sello de la naturalidad, no padece aprietos, y funciona hacia el bien que le es propio por la fuerza de una segunda naturaleza», dijo Josef Pieper en una de sus bellas glosas a Santo Tomás.
Para centrar más la cuestión, recordemos algo que escribía Rafael Gambra en noviembre de 1945: «Hasta fines del siglo XVIII, cuando España estaba estructurada según un sistema social y político católico, no existía lo que hoy se llama propaganda católica. El español de entonces —y aun más fervorosamente el de las clases populares— iba al sacerdote sin necesidad de atención ni reclamo. La propaganda se reservaba para las nuevas tierras de más allá de los mares. Desde hace cincuenta años, en cambio, la propaganda católica ha contado con todos los medios y se ha intensificado continuamente. Y las gentes —especialmente las humildes— se han apartado cada vez más de la vida religiosa. Esto no quiere decir que ese apostolado no sea útil y meritísimo. Si ha salvado un alma tiene más que justificada su ejecutoria, pero socialmente resulta estéril o, a lo sumo, levemente contrarrestador. Porque en un régimen político liberal o socialista, en una sociedad estructurada de una forma no católica, por cada alma que gane para Dios el apostolado, son diez o cien las que el solo ambiente aparte de Él».
(Continuará)
Julián Oliaga, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta
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