Regis ad exemplum totus componitur orbis (y II)

Para que la idea religiosa sea eficaz y fructífera, es preciso encarnarla en algún organismo político

Alfonso X El Sabio y su corte

Este sencillo párrafo apunta directamente a cortar el nudo gordiano del asunto: destruidas las sanas costumbres y desmanteladas por la Revolución las instituciones sociales y políticas que vehicularon al través de los siglos la operatividad y la vigencia práctica del orden natural, el hombre de a pie quedó completamente desguarnecido, a la intemperie, frente a los enemigos del alma. Además, el desarraigo introducido por la desvinculación de la propiedad (que pasó a concebirse al modo individualista) y por el inmenso latrocinio de las sucesivas desamortizaciones (con las que aquélla pasó a estar concentrada en muy pocas manos) no sólo despojó de sus medios económicos a las antiguas corporaciones, sino que provocó la exclusión social de esos individuos, ahora aislados e inermes frente al poder del Dinero y del Estado, que fueron apostatando en masa. Todo ello nos obliga a no olvidar nunca que las personas corrientes, medias —no necesariamente mediocres— han sido siempre innumerable muchedumbre. La heroicidad lo es, precisamente, por extraordinaria. Pero la buena nueva del Evangelio, durante largo tiempo, fue recibida en el seno de la propia civilización que ella engendró. Y fue esa civilización —en la que la fe católica y la ley divino-natural permeaban todas las realidades, con mayor o menor imperfección— la que facilitó la rectitud moral de esa miríada de hombres comunes, pero también la que contempló la forja de santos incomparables. La conclusión, pues, se alza neta: no hay pueblos cristianos sin instituciones cristianas.

Pero vayamos un poco más allá. El profesor Miguel Ayuso tiene escrito que «todo auténtico ordenamiento jurídico debe resultar funcional a un orden»: nace para ordenar, para garantizar un orden, y no cualquiera, sino el que conviene a la naturaleza humana. Sin embargo, precisamente es esto lo que explica que también los ordenamientos ideológicos «se beneficien del carácter pedagógico de las leyes, en tanto prescripción de la autoridad e incluso del simple detentador del poder». En efecto, la política y las leyes son tan inseparables de su dimensión educadora, que incluso en su moderna parodia parlamentaria —pues ya no se trata de verdadera política ni de auténticas leyes— se perciben espontáneamente como indicadores éticos. Cuántas veces habremos escuchado a personas corrientes, quizá allegados nuestros, invocar la norma positiva como criterio supremo de licitud o ilicitud moral: «¡Eso está prohibido!», «¡Lo que hago es completamente legal!»… Y ello a pesar de que la pseudo-ley moderna se defina de modo formalista y voluntarista: la voluntad soberana expresada y aprobada por los procedimientos preestablecidos. Pero he ahí la gravedad de la situación de disociedad en que estamos inmersos: en el escándalo.

Lo que queremos decir es que este ciego sometimiento a la voluntad legislada de turno no responde únicamente a la extendida mentalidad kantiana y kelseniana, anti-teleológica, del que están hoy insuflados los españoles. Es algo mucho más profundo. Es un recordatorio —deforme— de que no fuimos creados para «autodeterminarnos» sino para ser gobernados: por Dios, por nuestros padres o (en su caso) marido, por los gobernantes legítimos de la comunidad política y por los de la Santa Iglesia. Y también nos recuerda —como insistía Eugenio Vegas, frente al absurdo de que «cada pueblo tiene los gobernantes que merece»— que los pueblos son lo que quieren sus gobernantes. Pues, como explicó magistralmente Manuel Polo y Peyrolón, al que cedemos nuestro punto final:

Salvando los prodigiosos efectos de la gracia divina, en el puro terreno natural, para que la idea religiosa sea eficaz y fructífera, preciso es encarnarla en algún organismo político que vigorosamente la aplique y la imponga, con cuyo procedimiento se adelanta más en un día que por medio de la pura propaganda religiosa en un año. «Dadme —se me contesta— un pueblo católico, y católico tendrá que ser su gobierno, aunque no quiera.» Con la historia en la mano sería fácil probar que a veces una minoría, tan audaz como irreligiosa y sectaria, se impone a todo un pueblo religioso, y tarde o temprano lo pervierte, de manera que pueblos verdaderamente católicos han sido y son gobernados por ateos. De manera que sería más exacto afirmar: «dadme un gobierno verdaderamente católico y, tarde o temprano, lo serán también los gobernados, porque regis ad exemplum totus componitur orbis.» Grande es la eficacia del ejemplo que baja de arriba, y grande también la virtud de la fuerza pública para predisponer el terreno, sembrar buenas semillas y hacer que la planta religiosa florezca y fructifique.

Julián Oliaga, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta

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