Legitimidad de ejercicio y posibilidad de deponer al monarca legítimo

La llamada «legitimidad de ejercicio» no es más que el aspecto positivo de un concepto en sí mismo negativo

Álvaro D´Ors publicó el 5 de marzo de 1971 –aún por entonces guardaba lealtad a la legítima Familia Real española–, en El Pensamiento Navarro, un corto artículo titulado «Legitimidad» en donde condesaba la ortodoxia jurídica que al respecto había profesado y divulgado en la década de los sesenta: «La legitimidad –asentaba– se refiere al origen del poder. […] En el Carlismo, la potestad legítima es la de la dinastía legítima. […] La legitimidad por la sangre puede perderse por el mal uso de la potestad, pero la que llaman “legitimidad de ejercicio” no quiere decir que [alguien] sin legitimidad de origen pueda quedar legitimado por el buen uso del poder que efectivamente tiene [N. B. suponiendo que fuera posible que un sujeto ilegítimo de origen «usara bien» del poder fáctico], sino que ese buen uso confirma la legitimidad de origen [previa]. En realidad, debería hablarse de “ilegitimidad de ejercicio” como modo de perder la legitimidad de origen. Quien no da importancia a la legitimidad de la sangre –termina diciendo–, aunque luego defienda el establecimiento de un poder supuestamente monárquico, es, en el fondo, un republicano».

A modo de aclaración e interpretación auténtica de su pensamiento –la de su época de lealtad, claro ésta– sobre este asunto, se pueden reproducir estas pocas líneas de su otro artículo «Puntualizaciones sobre la legitimidad dinástica», publicado en Montejurra (nº 13, 2ª época) a principios de 1966: «Legitimidad no hay más que una: la de origen. […] La llamada “legitimidad de ejercicio” no es más que el aspecto positivo de un concepto en sí mismo negativo, que es el de la inhabilitación por el ejercicio abusivo [del poder]. En realidad, no existe una legitimidad de ejercicio, sino la pérdida de la legitimidad por el mal ejercicio. El que no incurre en este mal ejercicio inhabilitante continúa legitimado por la legitimidad de origen. El buen uso de la realeza no habilita a nadie, sino que no lo inhabilita».

Estas verdades las sostiene también el legitimista F. Polo en el Capítulo VII de su obra ¿Quién es el Rey?. En nuestro artículo «Los métodos de la tiranía revolucionaria», ya trajimos a colación la Ley 10, Título 1, de la 2ª Partida, en donde se prevé que un Rey legítimo devenga tirano, «e tornarse el señorio, que era derecho, en torticero». El jurista Gregorio López, al comentar esta última frase, se remite a su vez al comentario a la Ley 5, Tít. 1, Lib. 1 del Digesto del jurisconsulto Baldo, quien opina que los súbditos pueden expulsar de hecho al tirano, pero sin perder éste su dignidad real. Es decir, se reconoce el derecho de resistencia, pero no la competencia para deponerle (sobre los cuales ya hablamos en el artículo «Pacto constitucional o derecho natural de resistencia»). En cambio, el teólogo Francisco Suárez S. J., en el §15 del Cap. 4, Lib. 6, de su Defensio Fidei, afirma que: «puede toda la respublica, a partir del consejo público y común [publico et communi consilio] de las Ciudades y Próceres, deponer al Rey [tiránico]»; y se apoya —a nuestro entender discutiblemente– en Santo Tomás: en concreto, en II-II, q. 42, a. 2, ad. 3 de la Suma Teológica, y el Cap. 6, Lib. 1 del Regimine Principum. Pero en el primer caso sólo se dice que el levantamiento contra el tirano no es sedición, y no habla de la destitución; y en el segundo, afirma que «si perteneciera a alguna sociedad [multitudinis] el derecho de darse un Rey, al Rey instituido por ella podría deponerlo sin injusticia» si deviniere tiránico, pero no dice nada sobre cualquier otro régimen en que el Rey no es elegido. Polo, por su parte, en el lugar citado, parecería sugerir una vía intermedia, en donde, en caso de tiranía, las Cortes –posible modo para la verificación de aquel consilium requerido por el Doctor Eximio– se reunirían y podrían declararle incapacitado, pero sin tener facultad de deposición, dejando así salvado el principio de que sobre el Rey no hay ningún sujeto o institución secular que le pueda juzgar. Todo esto, por supuesto, vale para el Rey que posee de iure y de facto su potestad.

En el caso de un Rey que sólo la posee de iure al haber sido ya expulsado del poder fáctico por la Usurpación, los leales quedarían lícitamente libres de su deber de obediencia si dicho Rey incurriera en una incoherencia religiosa y/o jurídica, contradictorias con los fundamentos de su legitimidad. Ha de ser una causa objetiva y continuada, y no cualquier error momentáneo, desviación puntual o desliz coyuntural, pues de éstos ha habido y habrá siempre en los actos de los Reyes legítimos mientras éstos sean simples seres humanos y no ángeles seráficos; aunque nunca cesarán de servir como pretexto o excusa para la deslealtad, como se comprueba con los integristas frente a Carlos VII, o los mellistas frente a Jaime III, o los octavistas frente a Alfonso Carlos, o los sivattistas frente a Javier I, o los cetecistas frente a D. Sixto Enrique de Borbón (con mayor delito en estos tres últimos grupos, al pretender seguir autodenominándose «carlistas»). D. Alfonso Carlos explicitó en su Real Decreto de 1936 esos fundamentos, recordándonos Polo que: «siendo la legitimidad de origen la esencial, en caso de que un Rey que la posee pierda la de ejercicio, procede la Regencia, tácita o expresa, de su hijo, o si éste es menor, de otra persona real. La Reina viuda Doña María Teresa la ejerció en el caso referido [de la defección del Rey Juan III, a partir de 1864]». Se puede aducir también el ejemplo del Duque de Aranjuez, quien ha venido ejerciéndola desde 1975, tras rechazar Carlos Hugo (y luego sus hijos) asumir dichos fundamentos.

Félix M.ª Martín Antoniano    

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