El zuavo José del Carmen Sevilla

Llegó a Roma a prestar su tributo de sangre en defensa de la Santa Sede

José del Carmen Sevilla con el uniforme de zuavo

Con motivo del séptimo aniversario del fallecimiento del poeta peruano tradicionalista, don José Pancorvo, desde el Círculo Blas de Ostolaza nos envían diversos textos del citado autor. En el día de hoy, y también dentro del mes destinado a honrar a los Mártires de la Tradición, publicamos uno dedicado a José del Carmen Sevilla, un caballero peruano que acudió a Roma a defender al Papa con las armas, frente a la Revolución y al atropello laicista. 

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Cuando en la convulsionada Europa de 1860-1870 la ambición de algunos, unida al fanatismo anticatólico de otros, atropellaba los Estados Pontificios violando todo derecho, una llamarada de indignación se levantó entre los mejores católicos del mundo. Y una ola de voluntarios, especialmente de la Nobleza europea, llegó a Roma a prestar su tributo de sangre en defensa de la Santa Sede. Eran los herederos de los antiguos Cruzados, que renovaron una vez más las proezas de la Caballería cristiana.

Como se sabe, los Doctores de la Iglesia han comentado que los clérigos representaban, en la Cristiandad, a la misericordia, y los caballeros de las Ordenes militares, a la justicia. Virtudes ambas necesarias y complementarias. En ese espíritu, pues, que siempre se renueva con perenne fuerza, los llamados ultramontanos, defensores de Pío IX, realizaron la epopeya más desinteresada y elevada del siglo XIX: la defensa armada del Papa como Soberano de los Estados Pontificios.

Largo sería exponer todo el fundamento histórico y jurídico de aquella original entidad —tan conveniente incluso para la independencia espiritual de la Iglesia— que fueron los Estados del Papa, Patrimonio de San Pedro, especialmente desde la época de Carlomagno, quien depositó las copias de su fundación dentro del sarcófago del Pescador. Las Encíclicas de Pío IX y otros documentos de la época lo explican perfectamente.

El laicismo ateo de la Revolución Francesa, negando el origen divino de la autoridad temporal, no podía tolerar la supervivencia de los milenarios Estados Papales. Y Pío IX era particularmente odiado por los revolucionarios, porque combatía muy resueltamente tanto los errores iluministas y socialistas como al liberalismo católico, y porque definió dogmas considerados extremadamente «reaccionarios»: la Inmaculada Concepción y —bajo determinadas condiciones— la Infalibilidad pontificia. De ahí la guerra que los carbonarios, apoyados por Bismarck y por corrientes revolucionarias internacionales, declararon al Papa so pretexto de unificar el territorio italiano.

En el Perú, los corifeos del liberalismo aplaudían —en pos ellos también de aplausos— ese sacrílego atropello. Pero un caballero peruano no sólo se indignó nominalmente, sino que fue a Roma a defender al Papa con las armas: José del Carmen Sevilla.

Nació en 1844 en San Pedro de Lloc, nada le faltaba para tener un porvenir brillante según el mundo. Su padre era uno de los peruanos más acaudalados de la época. Poseía una fortuna evaluada en cinco millones de dólares de ese entonces (equivalentes a más de cien veces esa cifra, en dólares actuales). Al saber que su hijo había decidido tomar las armas en defensa del Papa, amenazó desheredarlo.

Pero fue en vano: José tenía alma de Cruzado. Antes de los veinte años vestía el famoso uniforme de zuavo, que se originó en las guerras argelinas del brillante rey Carlos X de Francia (1824 – 1830), y que fue adoptado por los voluntarios papales. Este uniforme sugería agilidad y arrojo indomables, propio para los guerreros católicos. Sevilla estuvo en las batallas de Montelupiono en 1866, de Bagnorea y en la famosa victoria de Mentana en 1867. El 9 de marzo de 1869, El Comercio de Lima informaba que el Zuavo Sevilla había sido ascendido a teniente. En más de seis años de campaña obtuvo varias condecoraciones por actos de arrojo. Su característica espiritual fue el ardor, el hambre y sed de la justicia.

El diario La Bolsa de Arequipa, en la época de la caída de Roma, relata una anécdota muy significativa: Estaban ya las ingentes fuerzas enemigas en las afueras de la Urbe, y las tropas francesas hacía tiempo habían abandonado el campo en virtud de la política oportunista —fatal para él— de Napoleón III.

Entonces el Santo Padre entregó Roma para evitar esfuerzos totalmente inútiles. Resignado a cesar el combate, el Teniente Sevilla realizó sin embargo un último acto heroico. Se hallaba en su puesto de jefe, en lo alto de la torre del Castillo de Sant’Angelo, donde flameaba la bandera pontificia. Mandó arriar la enseña, y ante el escaso número de circunstantes partióla en pedazos, diciendo: «Tenga cada uno de Uds. un jirón de esta bandera; guárdenla como un símbolo hasta el día en que volvamos acá, a izarla de nuevo».

El noble gesto trasluce la luz primordial del peruano: esa forma de caballerosidad iluminada, por el trinomio Grandeza-Señorío-Santidad.

Después de la guerra el héroe regresó a Lima, dedicándose a minas. Pero la llama de su caballerosidad católica no se apagó.

Falleció su padre, dedicó lo poco que heredó a costear un sinnúmero de obras religiosas, como la difusión del catecismo de Santo Toribio, así como folletos masivos con las biografías compendiadas del mismo santo Arzobispo, de Santa Rosa y de San Francisco Solano.

José del Carmen Sevilla estuvo siempre en la primera línea del catolicismo ultramontano del Perú. Participó de la fundación de la Unión Católica, y en las restauraciones de la Tercera Orden dominicana y de las congregaciones del Rosario. Colaboró con la reforma de los dominicanos llevada a cabo por el Padre Nardini. Fue quizá el primer responsable de la restauración de la enseñanza religiosa en los colegios, causa que promovió con su aguda y culta pluma, con valentía pareja a la mostrada en los campos de batalla. Con sus escritos de imbatible lógica, logró que se autorizara la creación de un convento en Puno.

Era aún joven cuando su Patria estuvo en guerra, y Sevilla no se sustrajo a sus deberes. Participó de varias batallas y financió desinteresadamente la organización de un batallón, sin reclamar por ello prerrogativas de mando. Cesado el conflicto promovió varias acciones de carácter cívico, entre ellas la colonización del río Morona por inmigrantes católicos europeos, proyecto en el cuál se había empeñado personalmente en Europa y que no se llegó a realizar por la renuencia de un gobierno de estrecha visión.

Volvió a Roma en tiempo de San Pío X (1903-1914), con quien se entrevistó. El santo Papa conservaba una fotografía del cruzado peruano, en cuyo dorso escribió: Pro Petri Sede sanguinem effundit, “Derramó su sangre por la Sede de Pedro

José del Carmen Sevilla falleció en 1913, cuando se aproximaba a los 70 años. Numerosas personalidades eclesiásticas, militares y vinculadas al partido católico, asistieron al sepelio. Entre otros el Rector del Seminario de Santo Toribio y después Arzobispo de Lima, Monseñor García Naranjo; Melitón Carbajal, los hermanos Herrera, sobrinos de Bartolomé Herrera; el escritor católico Fausto Ortiz de Zevallos; Francisco Moreyra y Riglos, los hermanos Augusto y Fernando Wiese, Evaristo Gómez Sánchez, importante político católico; José Tord, César A. Coloma, etc.

Todos rendían así su homenaje al varón eminente, católico ejemplar de comunión diaria y profunda devoción al Rosario, que su vigorosa Fe, por su reconocida seriedad y coherencia en la misma Fe, por su generoso desprendimiento, por su perspicacia y celo, por su patriotismo íntegro, por su heroísmo en el campo de batalla, constituye un modelo cabal de lo que puede y debe ser un seglar católico.

José Antonio Pancorvo

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