Doña Aylo, la abadesa

Doña Aylo es todo un emblema contra la Ley Trans

Abadesa seguida por varias monjas. Detalle de la Virgen del Patrocinio del maestro del monasterio de Viella (Museo Diocesano de Huesca). Fuente: José Antonio Tolosa

Otra vez me hallaba yo peregrina por las escarpaduras que bordean el antiguo santuario de Liébana, donde mora aún la Vera Cruz y de donde salieron, antaño, algunos de los más hermosos manuscritos que han producido los Scriptoria de la Vieja Castilla. Dirán que viajo mucho y tal vez sea cierto; aunque siempre menos que otras firmas de esta nuestra Esperanza que, con la excusa de llevarnos de Madrid al cielo nos hacen dar la vuelta al mundo en ochenta calles…

Si el norte de Burgos y Palencia me trae recuerdos de nieve, la Montaña siempre me hace pensar en el silencio. No sé si porque siempre he tenido la suerte de visitar más bien en soledad los hermosos parajes de la antigua «Castilla al mar» (ventajas de preferir los viajes de invierno); o quizá porque la parquedad de palabras y de ruidos sea patrimonio de sus habitantes. Quizá, simplemente, porque no me gustan demasiado las ciudades y mis más largos y agradables paseos acaban siempre en algún monasterio.

Por aquellos pagos hay dos: uno, el famoso, grande, aún habitado, que yo sepa. Studium, hogar y sepultura de ese misterioso Beato, cuya impecable caligrafía visigótica, magníficas iluminaciones y exquisito contenido no dejan de impresionarnos, siglos después. Es, como dirían los semicultos de este mundo, «un Libro de Kells castellano». Como San Isidoro de León es «la Capilla Sixtina de España». Como dirán, supongo, que España es «una Francia transpirenaica». Porque a los semicultos les encanta eso, condenarnos a ser un trasunto fracasado de otra cosa.

El otro, desconocido, olvidado, en ruinas, es el monasterio de doña Aylo. Tan erosionado por el tiempo como mis recuerdos, no acierto hoy a darle otro nombre, pese a que recuerdo su pequeña iglesia románica y la inscripción que presidía, noble, digna, imponente, su austero y rudo frontispicio. Escrita no en letras visigóticas, ni en una delicada minúscula carolina, ni en letra insular, como los manuscritos irlandeses, sino grabada en piedra, en una rústica mayúscula. Una letra recia, destinada a durar y no necesariamente a ser agradable a la vista. Probablemente, como doña Aylo.

Aquella inscripción explicaba, sucinta pero tajantemente, que aquella iglesia se edificó en tiempos de la abadesa, doña Aylo, que gobernaba, con mano seguramente maternal pero firme, una comunidad dúplice. No sé si el adjetivo «dúplice» posee un sentido profano. Me agradaría mucho saber que no, que es estrictamente unívoco y que sólo se aplica a los monasterios y abadías que poseen una comunidad femenina y otra masculina bajo una autoridad común. Tampoco sé cuál era la práctica en otras regiones de la Cristiandad, pero sí sé que, al menos en Castilla, los escasos monasterios de este género estaban siempre gobernados por abadesas.

Escasos, sin duda, porque la naturaleza humana fue gravemente herida en el Edén e, infelizmente, como gustan decir los portugueses, la convivencia entre hombres y mujeres requiere de mucha virtud para ser virtuosa. De mucha más virtud, probablemente, que la convivencia entre hombres solos y mujeres solas. Escasos, pero no inexistentes; tal vez, también, porque esa misma naturaleza humana herida pugna por abajar al hombre al rango de la bestia, tanto dentro como fuera del claustro. Y en aquellos lejanos siglos de Cristiandad primera, no estaba de más que las monjas gozasen de la protección de los monjes, en caso de visitas inesperadas de moros y normandos. Faltaban aún algunos siglos para que las abadesas se erigiesen en respetadas señoras de horca y cuchillo, como la del no lejano monasterio de Sor San Bernardo.

La idea de una comunidad religiosa doble, en armonía, gobernada por una mujer, debe de resultar, cuando menos, chocante a los espíritus modernos. Especialmente a los espíritus que creen que el feminismo es la respuesta, justa, ponderada y legítima, a la multisecular opresión de la mujer por el varón. La idea de hombres y mujeres viviendo bajo el mismo techo en castidad perfecta (que es imposible a la naturaleza, cierto, pero no a la gracia), debe de parecerles una blasfemia. Si fuesen capaces, claro, de concebir la blasfemia.

Y, sin embargo, los hubo. Los hay, quizás, aún. Desde luego hay capellanes de comunidades femeninas, que si no comparten claustro, sí que comparten capilla y confesionario. Y tiene algo de sublime, porque tiene algo de delicadamente sobrehumano. Y, en los tiempos que corren, incluso tiene algo de «sólo» humano, es decir, de realmente humano.

Porque para que haya monasterios dúplices, es indispensable, ciertamente, la abundancia de la gracia que engendra la castidad perfecta. Pero, antes de eso, es necesario que haya, simplemente, monasterios. E, incluso, antes de eso, es absolutamente indispensable que haya hombres y mujeres, como cosas real y biológicamente distintas. Porque las distinciones jurídicas, ¡oh, gran blasfemia, Guadalupe!, no fundan la realidad.

Doña Aylo, también, es todo un emblema contra la Ley Trans.

El monasterio de Doña Aylo

Guadalupe Cordero, Margaritas Hispánicas

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