En las sociedades de este tiempo, donde parece que los locos son mayoría, no faltan extraviados en todas las causas conocidas. Este hecho nos permite analizar un fenómeno curioso, una locura extrafalaria específica de los regímenes liberales.
Como las plagas no dejan un vivo completamente sano, existe quien se señala a sí mismo como tradicionalista, y que no lo es en nada. No hablamos, naturalmente, de quienes simpatizan o quienes militan humildemente en la Comunión, ni de quienes tienen alguna laguna en su formación, como casi todos tenemos, estén incorporados o no a la jerarquía legítima. No.
Se trata de una heterogénea y accidental sintonía, en algunos momentos una banda más bien destartalada de individuos, que van y vienen a lo largo del tiempo. Como un casual encuentro de samuráis sin amo: quizá así quisieran verse. De lo que se habla aquí es de un cierto perfil.
El régimen liberal es una de las tiranías mejor establecidas. Como es sabedor de que genera rechazo, ha ideado toda clase de subterfugios donde recoger ese rechazo, para volverlo a encauzar disimuladamente hacia los objetivos de su disociedad. Los cimientos de su ideología son un veneno muy bien acabado.
Una vez se asume, en la teoría o en la práctica, que el individuo es el legislador de lo bueno y lo malo, de lo justo y lo injusto, la educación liberal ha cumplido su objetivo principal. Porque, como una proclamación prometeica, como un heroico levantamiento de uno solo, en calidad de individuo soberano habrá individuos que que se manifestarán contra la democracia como comunistas, otros como fascistas, otro autodetérminándose anarcolibertario, y hasta quien se intitule tradicionalista.
Pero, al menos en este último caso, uno no es tradicionalista por proclamarlo, sino por perpetuar una tradición muy concreta. Es decir, no es algo que dependa de una significación autónoma, de una autodeterminación como si fuese el individuo quien da la realidad y la naturaleza de las cosas. Por cierto, tampoco es algo que pida carnés.
Es preciso insistir en que no nos referimos a las simpatías, al apego o al acercamiento a la tradición política. Lo que anuncia que esto es un fenómeno distinto, con origen en los principios éticos del liberalismo, es que entre los intitulados tradicionalistas por su propia gracia no falta quien pontifica y, sin conocimiento ni reverencia, improvisa qué asuntos son dogmáticamente correctos y cuáles no. Inventa desde el ara rebelde del individualismo, mezclando y poniendo autoridades en donde quiere porque él es la autoridad suprema que lo dicta.
Quién es carlista o tradicionalista, al igual que el qué es la Comunión o la tradición política española, no es una cuestión subjetiva. Al contrario, se dirime objetivamente en la realidad. Porque el carlismo necesariamente tendrá en su base una doctrina política y jurídica con la que se corresponde y la que realiza. Aún más, ni siquiera el mero saber o reconocimiento intelectual de esta doctrina hace los carlistas, sino la concreción e incorporación a en una jerarquía regia de origen natural, y no en cualquiera.
El tradicionalista que se ha creado a sí mismo, el autodeterminado, es habitualmente flor de un día. Como el hombre que fía en el hombre, no puede nada porque no es nada. Como no ha recibido nada, no tiene de tradición, tampoco transmite nada. Como nada lo supo y todo lo confundió, a ninguno puede enseñar, al que puede trata de confundir.
Roberto Moreno, Círculo Cultural Antonio Molle Lazo
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