El Rey y el Estado

cuando un legitimista rechaza el Estado soberano o la Nación soberana, no quiere decir que sea un anarquista

Retrato fotográfico de S. M. el Rey de España Carlos V (1788 - 1855), que reinó entre 1833 y 1845

La identificación entre Estado y potestad política es uno de los abusos de lenguaje que más caracterizan a esta época postrevolucionaria que todavía venimos padeciendo. Antaño, si alguna vez se usaba el vocablo «Estado», se hacía como sinónimo de comunidad política. Ciertamente, de por sí no hay óbice a que la potestad suprema (de origen divino) resida en la propia Ciudad, pues ésta constituye una forma de gobierno más entre otras. En todo caso, la dificultad radicaría en cómo se entiende esta posesión popular de la potestad. Ante la imposibilidad de que la ejerza todo el pueblo, deberá ser desempeñada por una, dos, tres, o varias personas; en cualquier caso, se entiende que el total de poseedores del sumo mando no podrá exceder de un número viable determinado. Por lo tanto, una comunidad con una forma política respublicana o ciudadana, no significa necesariamente una en la que todo el pueblo (o propietarios cabezas de familia, si se prefiere) ostente o tome el poder al mismo tiempo, sino que todas las familias tienen igual posibilidad de acceder a él; pero, una vez delimitado ese poder, se ejerce independientemente sobre toda la misma comunidad.

Pensamos que todo esto podemos derivarlo a partir de las palabras de León XIII en su Encíclica Diuturnum Illud (1881). Después de rechazar la falsa proposición de los iusnaturalistas racionalistas de que «los que ejercen el poder –citamos de la traducción oficial– no lo ejercen como cosa propia, sino como mandato o delegación del pueblo, y de tal manera que tiene rango de ley la afirmación de que la misma voluntad popular que entregó el poder puede revocarlo a su antojo», añade el Santo Padre: «Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa al gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer. No se trata en esta Encíclica de las diferentes formas de gobierno. No hay razón para que la Iglesia desapruebe el gobierno de un solo hombre o de muchos, con tal que ese gobierno sea justo y atienda a la común utilidad». Por lo tanto, siempre habrá, cualquiera que sea la forma política adoptada para la respublica, dos realidades: por un lado, una sola potestad pública (asumida, forzosamente, o bien por uno, o bien por dos, tres, cuatro o muchos, pero sin poder pasar de un límite máximo inevitable); y, por otro lado, una, o dos, tres, cuatro o varias comunidades políticas sujetas a dicha potestad única.

La metáfora orgánica clásica es la del Corpus Mysticum civil: compuesto por la cabeza regnativa (el Príncipe o autoridad secular); y por el cuerpo (el Reino o Estado), integrado por muchos miembros externos subordinados –vivos y autónomos– que coadyuvan al bien de todo el conjunto u organismo. En la concepción revolucionaria, aunque en la vera praxis el usurpador se sirve del poder como algo propio y no delegado, se mantiene la ficción teórica iusracionalista de una única realidad al mismo tiempo soberana y súbdita: la comunidad política, o Estado, o Nación.

La nueva metáfora «orgánica» es la de un cuerpo sin cabeza compuesto de multitud de órganos internos funcionariales que ejecutan un control total sobre el cuerpo «soberano» inerte, y para el mero provecho de los «órganos primarios» que dicen actuar en nombre de todo el cuerpo para así diluir en éste sus responsabilidades. En virtud de la unidad del sujeto del dominio, no se puede hacer ya un uso análogo y múltiple de términos como «Estado» o «Nación», pues, si es en todo el Estado o en toda la Nación en donde los neo«iusfilósofos» sitúan la soberanía, entonces sólo podrá haber un único Estado o Nación, y no varios como así se reconocía en el plural régimen de Cristiandad, donde se podía hablar sin polémica alguna de Reinos, o de Estados Regios, o de Estados Pontificios, o de nación vizcaína, portuguesa, catalana, castellana, etc. Si hubiera que ejemplificar el nuevo pensamiento político, bastaría con reproducir el artículo 1 de la llamada «Ley Orgánica del Estado» (1967): «Al Estado incumbe el ejercicio de la soberanía»; y su artículo 2: «La soberanía nacional es una e indivisible». Por tanto, cuando un legitimista rechaza el Estado soberano o la Nación soberana, no quiere decir que sea un anarquista o un impugnador libertario de toda potestad, sino que hace descansar la autoridad política en el Rey legítimo, y reconoce que el Estado o Nación (o Estados o Naciones) le está sometido. Las Leyes humanas civiles que siguen rigiendo de iure a las familias españolas –pues nunca han podido ser jurídicamente abrogadas por la Revolución intrusa– consagran una determinada y específica forma de gobierno: la Monarquía. Puesto que la Religión verdadera prescribe a todo católico respetar sus ordenamientos legales (a excepción de que accidentalmente contuvieran alguna disposición contraria a la Ley divina), por esta primordial razón los contrarrevolucionarios españoles son reales o realistas, es decir, defienden que la soberanía se encuentra en el Rey; en cambio, los revolucionarios son nacionales o nacionalistas o estatistas, pues elevan los Estados o Naciones desde la categoría de vasallos a la de soberanos, y, en virtud de la unidad de la potestad, uniformizan todos esos Estados o Naciones naturales-históricos en un nuevo y único artificioso Estado o Nación político-amo exclusivo y excluyente. Reflejándose todo ello, por supuesto, en el propio lenguaje.

Félix M.ª Martín Antoniano

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