Intempestivas contra la Ley Trash (II): Balas rosas y balas azules

es justo que el legislado le pierda todo el respeto a la ley

Examen teórico para aspirantes al cuerpo de Policía Nacional. Foto: The Objective

Puesto que el legislador le ha perdido todo el respeto al legislado, es justo, conveniente, proporcionado, moralmente aceptable e, incluso, probablemente necesario, que el legislado le pierda todo respeto, al menos, a la ley.

La Ley Trash faculta a todo ciudadano español mayor de 14 años y a muchos menores de esa edad, en función de las circunstancias, a modificar su sexo legal mediante una simple, libre y espontánea declaración de voluntad. Es decir, sin necesidad de deliberación, consulta profesional, procedimiento contradictorio, ni jurídico ni administrativo alguno. La Ley Trash, en la medida en que eso pueda importarle aún a alguien (que no sean las cuatro feministas fachas reunidas en torno a Lidia Falcón y Carmen Calvo) es un torpedo en la línea de flotación del feminismo. Para quien le importe, sí, pero resulta que llevamos ya un rato largo metidos en un ordenamiento jurídico transido de feminismo, cuyas consecuencias nos pasan a menudo desapercibidas, tal es la velocidad a la que uno se acostumbra a todo género de iniquidades, y que está a punto de saltar por los aires.

Las conquistas del feminismo «clásico» (añadiría comillas, si ello fuera posible), se basan en el principio de la multisecular, consciente, libidinosa y genocida al mismo tiempo persecución de la fémina por el varón y se han traducido, grosso modo, en dos grandes categorías de medidas legislativas y en un gran paradigma de reconocimiento social. Las primeras, las leyes de discriminación llamada «positiva», que favorecen la incorporación de la mujer a los puestos y funciones tradicionalmente ocupados por varones, es decir, normas específicamente laborales y administrativas, por un lado; y, por otro, las leyes de protección (perversas en su concreción, no enteramente erradas en sus principios) especialmente dirigidas a las mujeres víctimas de violencia por parte de varones, es decir, disposiciones específicamente penales, en su mayoría. El segundo, el plúmbeo leitmotiv de «la primera mujer que», que si sirvió en su día para destacar, historiográficamente, a ciertas mujeres ejemplares (Doña Urraca, Andrea del Castillo, Lucía de Medrano etc.), hoy ya sólo sirve de trampolín para que ciertas funcionarias y elementas de la clase política accedan a puestos de mayor responsabilidad, no en razón de talento, sino en razón de genitales. Con perdón, pero es así.

En cuanto a lo primero: habría que ser, en consecuencia, muy obtuso, muy, pero que muy obtuso, para no aprovechar la oportunidad de oro con incrustaciones de rubí y madreperla que brinda la Ley Trans a todos los opositores y candidatos a un puesto de trabajo (opositores y candidatos jurídicamente masculinos, entiendo) para no sacar provecho de las citadas leyes de discriminación positiva.

Por una parte, numerosos son los procesos de oposición a puestos clave de la Administración del Estado Español en los que se reservan plazas a personas transgénero. Antes el proceso era engorroso, con la vieja Ley que entendía que existían vínculos entre entrepierna y género. Bastando la simple declaración de voluntad del ciudadano, ¿qué impide a un candidato astuto hacerse pasar por transgénero, a ojos del Estado, el tiempo mínimo para obtener su flamante plaza de funcionario? Total, el único trámite a cumplimentar (ni entrevista con el psiquiatra, ni intervención quirúrgica, ni siquiera, Dios nos ampare, un cambio en sus ropas o en su estilo de vida, como si la Ley Trans tuviese por objeto reglamentar una cosa tan arcaica como los estereotipos de género), es tan simple como pedir un volante de empadronamiento en su Ayuntamiento. Aún más, muchos puestos en las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y en otras ramas de la Administración en las que una cierta actividad física es necesaria (pienso en los Bomberos, Salvamento Marítimo etc.) presentan, como es lógico, pruebas físicas que los candidatos deben superar. Y, como es bastante menos lógico, los mínimos exigidos son distintos si el candidato es un señor o una señora. Digo que es poco lógico porque no me consta (aunque uno es muy ignorante) que los talibanes y los guerreros del Estado Islámico utilicen munición diferente para tirar contra los señores soldados y contra las señoras soldadas[1]. ¿Qué impide, a un candidato varón un poco flojucho, cambiar transitoriamente de género para poder presentarse a las oposiciones a Oficial con los estándares rebajados, pudiendo dedicar un valiosísimo tiempo suplementario a estudiar la parte teórica?

Yo entiendo, reservando la valoración moral a la Santa Madre Iglesia (y ya pueden esperar sentados), que en las presentes circunstancias, mientras la legislación feministo-fascista no haya sido abolida, es perfectamente legítimo y razonable que un ciudadano español cambie su género, si le place, durante algunos meses para presentarse, como ciudadana, a una oposición con pruebas físicas no-unisex. Y luego, ya, con su plaza en la mano, que haga lo que Dios le dé a entender: volver a ser señor, quedarse de señora y ser una súper pionera en su ámbito profesional o lo que fuere.

Pero no todo son medidas de discriminación «positiva» para el acceso; las hay, también, numerosas, para el ejercicio y la promoción interna dentro de un mismo cuerpo profesional. ¿Que el caballero Juez tiene el capricho de formar parte de un tribunal de oposición pero nunca puede porque hay pocas juezas y la ley dice que los tribunales deben ser de composición paritaria? Visita al Registro Civil y en unos meses, listo.

Todo esto es risible, aunque no tenga la menor gracia. Pero la cuestión de la mujer y el Derecho Penal ya no nos parece tan cómica a ninguno, ¿a que no?

Continuará.

[1] Cfr. Regimiento de Señoras Soldadas de Santa Bárbara de la ciudad de Gerona durante la Francesada. Otras pioneras de género que no le deben nada al feminismo.

G. García-Vao

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