
La cita de Pío XI (Encíclica Quadragesimo Anno) con la que abrimos la presente reflexión acerca del axioma de la infalibilidad del llamado «libre mercado», introduce un primer tema de debate, que gravita en torno a la definición de libertad, y a su relación con la idea clásica de autoridad política.
Si, como bien define el Papa, la economía debe considerarse y tratarse «como totalmente independiente de la autoridad del Estado», ello nos abre una terrible dicotomía si no queremos, bien caer en contradicción en los términos, bien contradecir la filosofía perennis. No pocos de quienes defienden la Tradición, al mismo tiempo, se consideran partidarios del libre mercado. ¿Dónde está el problema?
La cita anteriormente resaltada implica que, si la economía es independiente de la autoridad del Estado (auctoritate publica, como se denomina en la versión latina de la Encíclica), pero la autoridad política tiene, por ley natural, a su cargo el bien común de la comunidad política, la conclusión es que, entonces, la economía no es algo que ataña al bien común. Esta es la conclusión de muchos “tradicionalistas capitalistas”: la economía es una mera actividad privada que, por la libre operación de los particulares, redunda automáticamente en la sociedad.
Pero, en cambio, es de ver cotidianamente que el llamado «libre mercado» produce efectos indeseables que afectan negativamente al bien de la comunidad política. Ellos tampoco lo niegan. Lo que niegan es que la intervención de la autoridad pueda mejorar la situación. Pero si reconocen que el sistema de libre mercado no es infalible, y que por tanto se producen «externalidades», implícitamente están reconociendo daños al bien común, y por tanto, están negando a la autoridad política su legítima potestad en todo aquello que afecta al bien de la comunidad.
Con lo dicho, queda claro que, afirmar que el mercado se regula por sí solo, y al mismo tiempo decir que cualquier mal que éste produzca en la sociedad, siempre será un mal menor, es negar a la autoridad política una parcela de su misión natural, o mejor dicho, considerarla contraproducente. Con el tópico (premisa indemostrada) de que la autoridad política, interviniendo en la economía (que no es lo mismo que intervenir la economía), estropea más las cosas, como ocurrió en los países de economía planificada, esta corriente de pensamiento se ha procurado un escudo dialéctico fundado en una falacia de falsa dicotomía: o se está a favor del libre mercado irrestricto, o se incurre en una planificación centralizada de mayor o menor grado
En definitiva, el libertario yerra al considerar que la autoridad política no debe intervenir en la economía porque ello provocaría desastres tales como si interviniese en las leyes de la física (además de ser esto último imposible). Pero olvida que la comunidad política es sociedad perfecta en el orden temporal, que es condición para su fin último (el fin sobrenatural). Y negando que la economía sea un orden susceptible de intervención humana, está privando a la autoridad política de una responsabilidad que emana del deber natural de procurar el bien común. Pues si los llamados «equilibrios económicos» son determinísticos, entonces nadie es responsable de sus males, por lo que, directamente, estamos negando la libertad que proclamamos. La aporía está servida,
En fin, esa falsa dicotomía a la que hacíamos referencia se resquebraja con lo dicho, y acaba por quebrarse cuando analicemos la idea de libertad de la que hacen gala sus principales adalides.
(Continuará)
Gonzalo J. Cabrera, Círculo Abanderado de la Tradición y Ntra. Sra. de los Desamparados de Valencia
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