Intempestivas contra la Ley Trash (III): El Dr. Jekyll y Mrs. Hyde

El género, es el presupuesto fundamental de la nueva Ley, no tiene absolutamente nada que ver con el cuerpo

Jekyll and Hyde

La modificación del Código Penal operada en su día para incluir las exigencias de la abundosa legislación para la igualdad efectiva entre hombres y mujeres (menuda fascistada) y del Plan Nacional contra la Violencia de Género (la violencia entre miembros de la propia especie, que es, por cierto, el género de la violencia de género, nunca ha sido un objeto primordial de las cuitas gubernamentales) procuró a estudiantes y profesionales del Derecho no pocas alegrías. Efectivamente, vieron multiplicarse por doquier, como una plaga de hongos, una repetitiva coda a numerosísimos artículos que, además de un posible ejercicio de sintaxis para el Bachillerato bastante temible, constituye un ejemplo legal particularmente barroco de analogia iuris: «mujer que sea o haya sido esposa, o mujer que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad aun sin convivencia».

Dejando aparte el hecho de que la exhaustividad de la frasecita en cuestión no deja nada a la imaginación (jurídica) de Jueces y Magistrados, porque agota, prácticamente, todo el alcance analógico posible del concepto de «cónyuge», se trata, en la práctica, de una circunstancia siempre agravante que pesa contra el siempre varón que cometa una serie de delitos contra una siempre mujer. O sea, que es una fascistada digna de Carmen Calvo, porque se basa en: 1. Que el varón, genotípica y fenotípicamente determinado como tal (o sea, no por el Derecho, o sea, no por su santa voluntad), posee por su condición misma de varón, es decir, sucios tomistas, por naturaleza, una serie de características anatómico-fisiológicas que le hacen, generalmente, más fuerte y robusto que la mujer y que le colocan, por tanto, presunción iuris et de iure mediante, en una posición de superioridad; 2. Que dicha relación de superioridad, por ser por naturaleza, se convierte, por arte de ley, en una peligrosa circunstancia inherente a toda relación duradera («duradera») entre un hombre y una mujer, en virtud de lo cual, 3. Todo varón que comete un delito contra una mujer con la que mantiene algún tipo de relación carnal episódica, lo hace, lo pretenda o no, prevaliéndose de esa superioridad física que le da Natura y debe, por tanto, recibir una pena superior a la que recibiría, v.gr. otro hombre cuya relación con la víctima fuere no episódica o no fuere en absoluto; o un no-hombre.

La conclusión se deduce con claridad meridiana de las premisas: hace falta ser obtuso, muy obtuso (aunque es de notar que la mayoría de quienes agreden a una mujer lo son) para, después de la entrada en vigor de la Ley Trash, seguir padeciendo sin necesidad las consecuencias de la arcaica y facha legislación contra la violencia de género.

Nada más fácil en adelante, gracias a doña Irene y su corte de los milagros, que un tipo le dé una zurra a su mujer, o la asesine y, quizás en la mismo trayecto en el que la Guardia Civil se lo lleva al cuartelillo a tomarle declaración, decida hacer una pausa ante la Casa Consistorial de su pueblo y depositar la solicitud de cambio de sexo, en virtud de la cual, unos meses después y sin mediar ningún incómodo trámite administrativo o médico suplementario, nuestro victimario, objeto de las agravantes mencionadas, se convertirá en una victimaria estándar.

¿Qué? ¿Qué el cambio de sexo no tendrá carácter retroactivo?

¿Y eso quién lo dice? ¡Menuda fascistada, si así fuera!

Cientos, miles, tal vez cientos de miles o incluso millones de españoles llevan décadas atrapados «en un cuerpo que no es el suyo» y desean que el Estado reconozca de una vez que ellos no pertenecen al género que les asignaron errónea, imprudente y temerariamente al nacer, sino al otro. O a ninguno. Esto no significa que vayan a o que tengan que cambiar, de hecho, su cuerpo. El género, es el presupuesto fundamental de la nueva Ley, no tiene absolutamente nada que ver con el cuerpo. A lo mejor el marido y asesino de Ana Orantes era, en realidad, una mujer, y el caso, tristemente célebre y paradigmático en el reconocimiento social y jurídico de la violencia contra la mujer, en realidad no fue un asunto de «violencia de género», de altísima importancia nacional, sino un vulgar caso de «violencia doméstica», en la que una mujer de metro ochenta, barba y con nombre de señor mató a su «esposa». No estoy delirando. Esto va a suceder y no aceptaré que se me reconozca póstumamente (póstumamente a la publicación de estos artículos, quiero decir) el título de profeta, porque no hace falta tener muchas luces para darse cuenta.

Además, es que ya ha pasado, en los escasos países que tienen la suerte de ser aún más progresistas que el nuestro.

En Gran Bretaña, por ejemplo, fue muy sonado el caso del violador que fue condenado por violar mujeres y que descubrió, una vez en prisión, que él mismo era una mujer. Como la legislación británica es casposa y rancia, la pobre chica trans tuvo que esperar al visto bueno de autoridades médicas y jurídicas, en un largo calvario administrativo que se podría haber ahorrado con la Ley Irenaica. Pero, al fin, lo logró: se reconoció su condición de fémina, sin necesidad de pasar por absurdas intervenciones quirúrgicas de «reasignación de sexo» [sic], se le trasladó a una prisión femenina y… Sucedió lo evidente; lo no tan evidente, quizá: varias reclusas recurrieron al aborto a consecuencia de embarazos no deseados, fruto de la violación por parte de otra reclusa. ¿Milagro? No, sentido común.

A diferencia de la Ley Trash, yo aún no he acabado con las mujeres…

Continuará.

G. García-Vao

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