Belleza y modestia, el esplendor de una mujer católica

Vestir con belleza y modestia es un delicado pero potente símbolo de contrarrevolución

No podemos negar que es muy poco común ver a mujeres utilizando faldas o vestidos modestos, es decir, que cumplan su función: vestir y no desvestir. Es probable que nuestras abuelas o bisabuelas no hayan utilizado pantalones o aún se nieguen a llevarlos, a Dios gracias; mas por desgracia aquella generación está en extinción.

Existe una virtud muy bella y preciosa, que se encuentra íntimamente relacionada con la prudencia y la templanza, pues modera nuestros movimientos tanto internos como externos: es la poderosa modestia. Como virtud es muy amplia, por ende, no se agota ni se reduce al traje que llevamos, sin embargo, es probable que el vestido sea su expresión más visual, por su relación con la vista —uno de los sentidos que Dios en su infinita sabiduría nos ha regalado y que no está excluido del «Ad Maiorem Dei Gloriam»—. Los ojos también han sido heridos por el pecado, por tanto, es un deber actuar como católicos en orden a cultivar tan valiosa virtud.

En contraposición a la virtud se encuentra el vicio, el pecado. Así, no requiere supremo esfuerzo darse cuenta de que vivimos en una sociedad, que cada vez exalta más el individualismo mientras propaga el pobre pensamiento de «hago con mi cuerpo lo que quiero», «no tengo la culpa del pensamiento de los demás», «sólo importo yo»; no obstante, ¿es realmente cierto que no debe interesarnos si el prójimo tiene pensamientos impuros? Es imprescindible recordar que amar al prójimo no es una opción, es un deber. En ese sentido, no es coherente lavarnos las manos, no ayudarle en su lucha por la santidad, es decir, si mi actuar es pecaminoso y añadido a ello, ocasiona que mi hermano peque o se exponga a situaciones pecaminosas, con mayor razón habré de cuestionarme sobre mi actuar egoísta. Es cierto, está situación es fruto de que vivimos en modo automático, que todo va rápido, vamos corriendo sin reflexionar sobre las cosas aparentemente irrelevantes, pero que poseen gran trascendencia; he ahí la astucia del ataque enemigo, también es fruto de vivir en modo gesellshaft, antes de lo que realmente es y debe ser: vivir en una gemeinschaft, en una comunidad, donde las tradiciones son apreciadas y transmitidas con plena naturalidad.

De este modo el mundo cada día se torna más secularizado, y al haber olvidado a Dios se acentúa su decadencia, lo que se expresa hasta en el vestido. En el libro del Génesis se narra que después del pecado original, «Dios hizo para el hombre y la mujer túnicas de piel y los vistió». En su infinito amor Dios les dio vestido y todo lo que Él hace es perfecto, en contraste, el demonio que odia lo bello se encuentra continuamente atento para despojarnos astutamente de todo lo que Dios ha creado para nuestro bien. La belleza por excelencia es Dios, en consecuencia, el maligno artificiosamente maquilla a la fealdad, la adorna con ideologías, con modas para que así pase desapercibida y sea aclamada. El enemigo ha logrado que nos creamos que la belleza es subjetiva, ello carece de verdad, así lo enseña Santo Tomás de Aquino, pues lo bello exige integridad, proporción y esplendor.

La belleza y la modestia también se aprecian en los símbolos  —¡qué importantes son para la persona!—.  El símbolo de una falda, de un vestido bien hecho incomoda, debido a que no va al compás de los intereses liberales, ni de sus agendas y compañía; dado que el símbolo distingue, no busca el igualitarismo, ni mucho menos nuestra masificación. Por tanto, a quienes sostienen esos intereses no les interesa que la mujer lleve vestidos o faldas modestas, en consecuencia no escatimarán esfuerzos para lograrlo, porque buscan extirpar todo aquello que conduzca y recuerde al Creador. No se trata de mera casualidad que se necesite mayor tiempo, dedicación y buen gusto para encontrar un vestido que goce de belleza (íntegro, proporcional y esplendoroso) y modestia; frente a la rapidez y sobreabundante oferta con la que se encuentran pantalones para mujeres, los cuales suelen carecer de las características enseñadas por el Santo y Doctor Tomás de Aquino.

El enemigo tiene clarísima la meta y los medios a utilizar. Los ideólogos del feminismo conocen muy bien la potencialidad de introducir el uso del pantalón en las mujeres como símbolo de igualitarismo —no en vano aproximadamente a mitad del siglo XIX las feministas lo utilizaron como elemento provocativo y de rebelión— según ellos como muestra de poder e igualdad. Sabemos pues que esa ideología tan dañina y normalizada, la ideología de género —que nos presentan en todo cuanto pueden, que tiene como bandera esa ilusoria igualdad tan anhelada— es antinatural, ya que es de sentido común, ese que escasea, que hombres y mujeres somos distintos, iguales en dignidad, más distintos biológica y  psicológicamente,  con distintos intereses, gustos, preferencias; pero todo ello es arrancado y desechado para hacernos creer que «no se nace mujer, se llega a serlo» como lo dijo la perversa feminista Simone de Beauvoir. Ese afán de querer hacernos como Dios, o jugar a que podemos y debemos alienarnos porque «somos libres» definitivamente terminará por pasarnos factura como sociedad y «ser el llanto y el rechinar de dientes».

Existe otra moda que va íntimamente relacionada, «el jean», «denim», «mezclilla» que data de 1860. Es símbolo de revolución, de masificación, una prenda que fue creada para el trabajo, que posteriormente se desnaturalizó para pasar a ser la ropa de diario y más ordinaria que podemos encontrar. Si nos detenemos un poco y observamos con un poco de ojo crítico, notaremos que la mayoría de las personas parecen uniformadas, punto para la masa. Es cierto que vestir «jeans» es cómodo, fácil de combinar, ¡hasta en eso no hacemos trabajar a nuestra inteligencia! Un «jean» fácilmente combinará con una camiseta de color, de diseño o con alguna blusa; al ser rápido y sencillo, nos habremos arrodillado y reducido al criterio de la practicidad. Frente a ello, y creo que, en esto, las lectoras femeninas que han empezado a llevar faldas me darán la razón, utilizar faldas y armar un bello conjunto al principio es retador, porque no tenemos esa costumbre, no nos han transmitido esa tradición. Es retador combinarlas, encontrar el corte, diseño que mejor nos quede, y a su vez nos haga ver como dignas hijas de Dios; pero es así como a través de los pequeños detalles nos vamos ejercitando en la belleza.

Llevar falda no es un simple capricho por vernos lindas y ya, llevar falda es mostrar que somos mujeres por naturaleza, evidenciar nuestra femineidad, en otras palabras, sacar lo que llevamos dentro, porque nadie puede dar lo que no tiene, una mujer será siempre mujer y un hombre será siempre hombre. El llevar pantalones, igualarnos a los hombres, realmente no «empodera» (ese horrible término modernista) si no que nos empobrece, pues no resaltamos aquellas pinceladas delicadas y especiales con las que Dios quiso pintar a las mujeres.

Es posible que, a las niñas, adolescentes, adultas nos cueste utilizar falda, a causa de que queramos o no, algo de modernismo tenemos, pero es de valientes sufrir e incomodarse, ser modesta y parecerlo, ser femenina y ayudar al prójimo para que aprecie la belleza y le vengan pensamientos virtuosos y no pecaminosos. Es una gran oportunidad para ejercitarnos en la virtud, ser perseverantes, forjar la voluntad y no ser veletas de las modas, porque como dijo Nuestra Señora en Fátima «las modas arrastran al fuego infernal, vestid con decencia si os queréis salvar». Porque sí, todo lo que hagamos, hasta lo más pequeño debe ser A.M.D.G.

Vestir con belleza y modestia es un delicado, pero, paradójicamente, potente símbolo de contrarrevolución.  

Mariana De Los Angeles Quispe Verástegui, Margaritas Hispánicas

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